Las razones por las que naugrafó la Primera República en el caos y en las guerras internas

En tan sólo siete meses más de veinte localidades se animaron a modificar unilateralmente su relación con el Estado

Caricatura de la revista satírica La Flaca en la que aparece Pi y Margall desbordado por el federalismo.

«Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella; ha muerto por sí misma», anunció Emilio Castelar como pistoletazo ... de otro funeral político. La Primera República se esforzó en demostrar que podía ser, si cabe, más inestable que las monarquías recientes.

En sus once meses de existencia se sucedieron cuatro presidentes en el poder ejecutivo, lo cual parece una cifra pequeña en comparación con la tropa interminable de ministros gastados por Fernando VII e Isabel II, pero suponen un síntoma de la inestabilidad que tumbó a la república. El primer presidente fue Estanislao Figueras y Moraga s, al que las «juntas revolucionarias» que se organizaron por el país en una apuesta por una república federal, los «cantones», tildaron de tibio y se negaron a reconocer.

Xilografía de Estanislao Figueras

Acosado por los problemas económicos, las huelgas obreras, varias crisis de gobierno y las guerras abiertas, Figueras se hizo a un lado cuando se votó casi por unanimidad establecer una república federal en junio de 1873. Una divertida leyenda asegura que el presidente exclamó tras sudar lágrimas de desesperación en una reunión del Consejo de Ministros: «Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros». Acto seguido, abandonó la sala, preparó las maletas en su casa y cogió un tren hacia Francia sin decir nada a nadie. El presidente huyó de puntillas pensando en su salud mental, que aún estaba delicada tras la muerte de su esposa meses antes, y en que el siguiente presidente agradecería la ausencia de al menos un opositor. «Sacrifiqué a sabiendas mi reputación al partido, arrojando a la calle mi vida pública de más de treinta años» , se justificaría tiempo después.

Las guerras internas

Una vez superado el estupor de que el máximo responsable del país hubiese escapado sin importarle lo que dejaba atrás, Francisco Pi y Margall fue nombrado presidente bajo la promesa de lograr la separación de la Iglesia y el Estado, la abolición de la esclavitud y las reformas en favor de las mujeres y los niños trabajadores. Sin embargo, su proyecto estuvo comprometido por el nuevo conjunto de reinos de taifas que se extendió por el litoral mediterráneo.

En tan sólo siete meses más de veinte localidades se animaron a modificar unilateralmente su relación con el Estado. El caso más conocido y duradero fue el del cantón de Cartagena, que, bajo el mando del diputado federal Antonio Gálvez Arce , conocido como Antonete, izó en la base naval de la ciudad una bandera roja en representación de su independencia. El capitán general, al conocer lo sucedido, transmitió a Madrid su famoso telegrama: «El castillo de Galeras ha enarbolado bandera turca». A falta de una enseña completamente roja , los rebeldes utilizaron una otomana con la luna blanca tapada de mala manera con sangre de los propios soldados.

Multitud agolpada frente al Palacio de las Cortes, mientras se gestaba la proclamación de la República en el interior del edificio.

Antonete se apoderó de la escuadra fondeada en este puerto, donde estaban algunos de los mejores buques de la Armada. Con la flota en su poder sembró el terror en la costa mediterránea como aquellos antiguos corsarios otomanos. Las ciudades que se negaban a pagar fueron bombardeadas y tomadas por los cantonalistas. Cartagena acuñó moneda propia, el duro cantonal, y resistió seis meses de intentos del gobierno de poner fin a la dramática chirigota. Los líderes cantonales enviaron a la desesperada una carta al presidente de Estados Unidos, Ulysses S. Grant , solicitando izar la bandera norteamericana para detener los bombardeos que sufría la ciudad por parte de las fuerzas gubernamentales. Su intención final era adherirse al gigante americano como estado de pleno derecho. La Casa Blanca no tuvo tiempo ni interés en resolver la misiva...

Faltas de apoyo dentro y fuera

En cualquier caso, una de las razones de la inestabilidad de la República española estuvo en el escaso apoyo exterior que obtuvo, siendo solo reconocida por los Estados Unidos, Suiza, Costa Rica y Guatemala . Ni la Francia de Thiers, que acababa de proclamar la III República, ni la Alemania de Bismarck, se mostraron partidarias de su reconocimiento por la desconfianza que generaba un sistema que podía recordar en algún momento a la Comuna de París . Inglaterra tampoco la reconoció debido a los recelos que tenía ante la posibilidad de que España llegase a establecer con Portugal la Unión Ibérica, de la que no era en absoluto partidaria.

La breve pero intensa experiencia de la Primera República concluyó en la madrugada del 4 de enero de 1874, cuando el general Pavía disolvió las Cortes

Los dos últimos presidentes de la Primera República, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar , representaban una reacción conservadora que, con el apoyo del Ejército, pretendió restablecer el orden, la autoridad y el gobierno frente al movimiento cantonalista. Tras la agridulce experiencia de Salmerón, Castelar consiguió que las Cortes lo invistieran de poderes extraordinarios para combatir el caos e intentó gobernar mediante decreto, suspendiendo las garantías constitucionales y suprimiendo algunos derechos individuales. A finales de 1873, circulaba por Madrid el rumor de que Castelar tendría que abandonar el poder en cuanto las Cortes reiniciaran las sesiones. En el debate con que se abrieron, Salmerón anunció que retiraba su apoyo al presidente, por lo que Castelar solicitó un voto de confianza que perdió y presentó la dimisión.

La breve pero intensa experiencia de la Primera República concluyó en la madrugada del 4 de enero de 1874, cuando el general Pavía disolvió las Cortes, no montado a caballo pero sí lanzando algún que otro disparo suelto para acelerar el paso de esos diputados que habían jurado morir en sus puestos y que, frente a las detonaciones de pólvora, recogieron rápido sus prendas de abrigo en el guardarropa y ganaron, cabizbajos y silenciosos, la calle de Floridablanca. Días después cayó Cartagena y el desorden en el país empezó a ordenarse.

Francisco Serrano, fotografiado por Nadar.

Un epílogo

La Primera República había muerto por los tiros independentistas desde Cuba y las puñaladas cantones y carlistas desde España, pero sobre todo porque no logró un sustento amplio de apoyo popular. El incipiente movimiento obrero, en sus dos vertientes, marxista y anarquista, no se sintieron seducidos por los planteamientos republicanos, que estaban demasiado centrados en la disputa entre centralistas y federales, y dejaron solo al Gobierno frente a las sucesivas crisis socioeconómicas .

El general Serrano asumió el control de la república moribunda hasta que, a finales de año, un pronunciamiento militar proclamó a Alfonso XII de Borbón como Rey. Gastada su suerte política, el primer amor de Isabel II acabaría destinado como embajador de España en París con el fin de alejar del primer plano a tan insigne moscardón. Se cuenta que Serrano pasó varias noches sin conciliar el sueño y preocupado por lo que le iba a decir la reina anterior cuando le visitara, por cortesía, en su palacio francés después de tantos años y de haber apoyado esa revolución que expulsó a los Borbones. La primera frase de Isabel penetró en un disparo limpio hasta el ego del embajador:

—¡Qué viejo estás! —exclamó la madre de Alfonso XII—; pero, pasa y siéntate aquí. ¿Cómo se encuentra mi hijo? ¿Y las chicas? ¡Pero qué viejo!

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