Los orígenes históricos del antiespañolismo de las repúblicas de Hispanoamérica
Miguel Saralegui, filósofo, periodista e historiador, analiza en ‘Matar a la madre patria: Historia de una pasión latinoamericana’ (Tecnos) las complejas relaciones entre España y las repúblicas americanas desde que se produjo la independencia hasta hoy
![Alegoría de la unión americana, 1895.](https://s3.abcstatics.com/media/historia/2021/11/04/alegoria-guerra-k1tB--1248x698@abc.jpeg)
«El español que no conoce América, no sabe lo que es España» es una frase atribuida a Federico García Lorca que, si se toma al pie de la letra, deja en un terrible lugar a la mayoría de españoles, pues, aunque muchos ... viajan cada año a América, pocos lo hacen con conocimiento de causa o sabiendo lo que allí ocurre más allá de los titulares de prensa. Miguel Saralegui (Bilbao, 1982), filósofo, periodista e historiador, cruzó el charco en 2010 no por conocer España o América, sino por cuestiones laborales y con una maleta cargada de estereotipos sobre el antiespañolismo que puebla el continente.
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Una década después, Saralegui ajusta cuentas consigo mismo en su libro ‘Matar a la madre patria: Historia de una pasión latinoamericana’ (Tecnos), un análisis sobre las complejas relaciones entre España –la madre destronada– y las repúblicas americanas – las hijas huérfanas – que esgrimieron el odio como excusa para la independencia. Un enorme culebrón familiar que hace tiempo desbordó, como se sigue imaginando la cuestión en la Península, los cauces decimonónicos y está hoy condicionado por numerosos factores geopolíticos y culturales que solo se pueden entender sobre el terreno. Una historia de malentendidos que requiere urgentemente nuevas perpectivas.
![Fotografía de Miguel Saralegui.](https://s3.abcstatics.com/media/historia/2021/11/04/miguel-Saralegui_-krCB--220x220@abc.jpeg)
–¿Hubo antiespañolismo en el origen de todas las repúblicas americanas?
–El antiespañolismo es muy fácil de justificar. Todas las repúblicas hispanoamericanas, a diferencia de la Brasil de Portugal, obtuvieron su independencia política después de largas guerras. En algunas zonas, se batalló de modo muy tenaz, sin respetar el ius in bello , como queda claro por el decreto de guerra a muerte promulgado por Bolívar en Trujillo en junio de 1813 donde se asegura a «españoles y canarios [sic]» que contarán con la muerte si no colaboran activamente «en obsequio de la libertad de América». Las nuevas repúblicas se crean después de este trauma duradero, el cual, para bien o para mal, es su causa de ser y de existencia en el plano de las relaciones internacionales. En este plano, España no reconoció oficialmente Perú hasta 1879, más de medio siglo de que se combatiera y las tropas realistas fueran derrotadas en la batalla de Ayacucho, tres años antes de que las guerras carlistas se acabaran. Si aquí estos conflictos siguen generando antiespañolismo y anticentralismo, ¿por qué naciones soberanas no lo iban a hacer?
–¿Es el mismo sentimiento que pervive hoy?
–Lo curioso del antiespañolismo que existe es que apenas tiene que ver con estos hechos bélicos. En el inconsciente colectivo, el antiespañolismo es más global y tiene poco que ver con estas guerras fundadoras. Se considera a España la creadora de una caótica y profunda estructura social –algo así como un subterráneo, pero sólido subconsciente colectivo– que impediría que estas nuevas repúblicas, fundadas en los ideales más excelsos y avanzados del liberalismo, no caminen por las vías del progreso moral y material, político y económico. Los motivos pueden ser varios históricamente, pero todos ellos –políticos, económicos, religiosos y raciales– tienen que ver con haber generado una estructura incapaz del desarrollo económico y político. Muy posiblemente hasta 1978, los intelectuales latinoamericanos veían que tampoco en España había sido capaz de transitar este camino de la paz y la prosperidad, pero también el desarrollo científico y un catolicismo más centrado en lo moral que en lo ritual.
–¿El derribo actual de estatuas responde a ese antiespañolismo histórico o es un fenómeno nuevo?
–Uno de los tópicos de los hispanófilos más decididos –yo se lo oí escuchar varias veces a un profesor de mi universidad al que tenía cariño– era que en México no había una solo estatua de Cortés. No he googleado si el dato es veraz, pero el tópico es suficiente. Si no hay estatuas de Cortés, es difícil derribarlas. Yo creo que este fenómeno tiene más que ver con el mimetismo con que Latinoamérica adopta las modas norteamericanas que con el antiespañolismo, en la medida en que el antiespañolismo existía antes y las estatuas de los conquistadores – Pedro de Valdivia en Santiago o Gonzalo Jiménez de Quesada en Bogotá– no sufrieron desperfectos antes. Aunque habría que estudiar quién fue exactamente quien erigió una estatua.
«Me da la impresión de que los españoles somos mucho mejor tratados en Latinoamérica de los que la mayoría de los latinoamericanos son tratados en España»
–¿Este sentimiento se nota en la forma en la que se percibe a los españoles que viajan a estas repúblicas?
–Este dramático, hiperbólico y un poco total antiespañolismo en el plano político demuestra que el principio de que las ideas generan siempre acciones es falso. En general, los españoles caemos entre bien y muy bien, el acento gusta, el trato humano es muy bueno; me da la impresión de que los españoles somos mucho mejor tratados en Latinoamérica de los que la mayoría de los latinoamericanos son tratados en España. Afortunadamente, esta duradera y exagerada pasión no impide lo único importante en la vida: tener buenos amigos. A pesar de todo, a pesar del deseo español de ser pulcramente europeos, para mí ha sido mucho más fácil tener un amigo en Santiago o una amiga en Riohacha que en Trier o Marburgo.
–¿A qué se debe que pasaras de llamar Hispanoamérica a Latinoamérica tras tu experiencia en Sudamérica?
–Lo de los nombres parece una tontería, pero sobre todo nosotros los españoles damos mucha importancia al tema. Durante largos periodos de la Conquista, se lamentó que se utilizara el término América –derivado del explorador Américo Vespucio– y oficialmente se utilizó Indias casi hasta las Cortes de Cádiz. Muchos nombres son imprecisos, pero en general es razonable llamar a las personas jurídicas y físicas como ellas se suelen llamarse a sí mismas y no imponerles nombres, no solo porque es ridículo, sino porque tiende a no funcionar: ¿quién usa provincias vascongadas a pesar de la promoción oficial de este nombre? Deje de llamar Hispanoamérica supongo que por buena educación: uno llama a los demás como los demás quiere que les llamen.
–Los que promueven el antiespañolismo son, en realidad, hijos de españoles, ¿cuáles son las consecuencias de este cortocircuito de identidades?
–En el primer capítulo del libro, recuerdo que muchas de las grandes figuras de la independencia política –San Martín, Rivadavia, Miranda, O’Higgins – son hijos de españoles para reforzar, más que una complicada relación padre-hijo, la idea de que habían aprendido en casa a sentir desilusión, desesperanza respecto de las posibilidades de que mejorase la administración que de América hacía la Corona española.
–Siempre se dice, dentro de esta retórica antiespañola, que España es la culpable del atraso económico y científicos de Hispanoamérica, ¿en el ensayo apuntas a que tal vez el atraso esté en el sobresfuerzo de borrar su identidad?
–Este sería el punto más politológico, pero también metafísico, si me permite la palabra. En cualquier revolución, por muy radical que sea la autocomprensión revolucionaria, siempre hay más pasado que futuro. Lo que cambiamos en una revolución es mucho menos de lo que el discurso revolucionario supone. El «todo debe cambiar» siempre se refleja en unos pocos cambios, normalmente asociados a la estructura política y económica. Pero hay costumbres que no cambian, estructuras lingüísticas que sobreviven . En la medida en que las revoluciones o los cambios políticos sean más conscientes de este inevitable vínculo entre las dimensiones de la temporalidad, el mismo proyecto de cambio será mejor y más eficaz. De hecho, era esto lo que pensaba Sarmiento, un antiespañol especialmente brillante, cuando prefiere el modelo norteamericano de cambio –donde habría continuidad– frente al francés –de revolución en revolución–.
–¿España podrá ser recordada algún día en Sudamérica como en España lo es la Antigua Roma?
–Supongo que la pregunta brota de un eslogan político recientemente pronunciado. Me gustaría suspenderlo durante un segundo. ¿De verdad los españoles recordamos con orgullo a Roma? ¿Quién aprende latín hoy en día? ¿Quién sabe algo de los fundadores romanos? No creo que en Pamplona muchos habitantes sepan dar una mínima descripción del fundador de la ciudad. Un cierto grado de agresividad incluye cierta pasión, cierto conocimiento, el cual claramente los españoles, más allá de pomposidades retóricas, no tenemos hacia Roma ni la cultura romana.
![Los orígenes históricos del antiespañolismo de las repúblicas de Hispanoamérica](https://s3.abcstatics.com/media/historia/2021/11/04/matar-madre-patria-krCB-U4031850241374B-220x290@abc.jpg)
–¿Es posible otra relación entre España y estas repúblicas?
–Ojalá en el plano de las relaciones internacionales nos relacionemos a través de los intereses comunes, lo que posiblemente sea muy difícil por la diferencia de la economía española y de las latinoamericanas. Por muy meloso que sea el discurso con que queramos enlazarnos, teniendo una renta per cápita superior y distancia geográfica es difícil encontrarnos. Después de tantos años de Hispanidad, de cultura común –desde el lado español–, lo que alguna vez se ha llamado el espejismo de la identidad, quizá la mejor actitud sea la contraria, tomar la del espejismo de la diferencia, entenderlos como países completamente distintos, con quienes afortunadamente nos podemos vincular, no sin dificultades, no sin asimetrías, a través de una lengua común. Se trata de otro espejismo, es verdad, pero un espejismo no paternalista. Por supuesto, esta recomendación la hago en un plano puramente privado.
–¿Y en lo político?
–España seguirá jugando a la defensiva, en parte por nuestro problema de identidad colectiva: no sabemos muy bien qué somos, pero ¡uy! si alguien exige que pidamos perdón por la conquista, ¡uy! cómo nos enfadamos y, este es más problema que el enfado, nos quedamos callados. Si la conquista debe reivindicarse como un discurso oficial de España, que se haga (es posible que nuestros libros de texto no sean más duros con la conquista de lo que es Andres López Obrador , pero con él nos indignamos, con nuestros libros de texto no).
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