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El menosprecio de Marruecos con Ceuta y Melilla que desató la mayor ola patriótica de la historia de España

El Gobierno de O’Donnell caldeó tanto el ambiente que obtuvo el apoyo de todos los partidos, la prensa, el clero, los intelectuales y casi toda la población, provocando que se presentasen miles de voluntarios para combatir en África, a pesar de la fuerte política y económica que sufrían

«El general Prim en la guerra de África», obra de Francisco Sans Cabot

Israel Viana

Ayuntamiento de Málaga, 3 de noviembre de 1859. «Con motivo de la próxima campaña de África, los valientes soldados, pródigos siempre en derramar su sangre por la Patria y por el honor de su estandarte inmaculado, se aprestan a combatir con la sonrisa en los labios, sin pensar ni un momento en los peligros, salvo para aumentar su confianza de vencerlos». Con estas encendidas palabras presentaba el regidor Santiago Casilari una moción para que la ciudad andaluza colaborase en los gastos de la Primera Guerra de Marruecos , que a punto estaba de iniciarse.

Este no es más que uno de los miles de ejemplos del elevado fervor patriótico que generó en todo el país este conflicto que estaba a punto de empezar y que fue apoyado por todos los partidos políticos, la prensa, el clero, la mayoría de intelectuales y la práctica totalidad de la población. Una cohesión muy pocas veces vista en la historia de España, a pesar de que, a la postre, muchos historiadores coincidieron en que no nos trajo muchas alegrías. «La guerra de África solo fue un alarde militar, inmortalizado por las plumas inflamadas de escritores y periodistas como Pedro Antonio de Alarcón , que la llamó "guerra romántica", y los lienzos de pintores como Mariano Fortuny , Francisco Dans Cabot o Joaquín Domínguez Becquer », aseguraba Manuel Florentín en su artículo «La guerra de África» , publicado en 2005 en la revista «Historia y Vida».

El mismo Benito Pérez Galdós se refirió a este conflicto, medio siglo después, en «Aita Tettauen», uno de sus famosos «Episodios nacionales», con las siguientes palabras: «Fueron los españoles a la guerra porque necesitaban gallear un poquito ante Europa y dar al sentimiento público, en el interior, un alimento sano y reconstituyente. Demostró el general Leopoldo O’Donnell gran sagacidad política, inventando aquel ingenioso saneamiento de la psicología española». Pero en 1859, año en que dieron comienzo las hostilidades, no hubo prácticamente ninguna crítica entre los intelectuales españoles como la del famoso escritor canario.

El origen

La semilla de esta guerra fue plantada a mediados del siglo XIX, cuando las potencias europeas estaban inmersas en la carrera por el reparto de África. Francia, la potencia hegemónica y nuestro principal rival en el Mediterráneo, se había apoderado en 1830 de Argelia. España, en cambio, había perdido la mayor parte de sus posesiones en ultramar y se hallaba desgarrada por las dos primeras guerra carlistas , ese pleito sucesorio planteado a la muerte del Rey Fernando VII entre los partidarios de su hermano Carlos María Isidro de Borbón y los liberales, favorables a la hija de aquel, Isabel II. La Monarquía se encontraba en un momento de inestabilidad política y económica como hacía tiempo no sufría.

'La Batalla de Tetuán'. Óleo de Vicente PalmaroliI

A pesar de ello, los gobernantes españoles soñaban con grandezas imperiales que habían pasado a la historia. Durante la legislatura del presidente O'Donnell en la segunda mitad de siglo, España emprendió una política exterior agresiva, participando en numerosos conflictos en el extranjero. «Intentaba demostrar al mundo que aún tenía un hueco en la escena internacional, algo que ya no resultaba creíble. De paso, se pretendía hacer olvidar los problemas políticos, económicos y sociales internos a través de la exaltación patriótica muy propia de la Europa de entonces, en pleno auge de los nacionalismos. Era la vieja fórmula de buscar en el exterior, además de nuevas fuentes de riqueza, la solución a los problemas internos», añade Florentín.

Los incidentes con los africanos en Ceuta y Melilla se venían produciendo, sin embargo, desde principios del siglo XIX. Estaban protagonizados por la tribus bereberes nómadas que habitaban en el norte de Marruecos y Argelia. Los ataques sobre estas dos ciudades se intensificaron en 1843 y 1844, llegando a ocupar el perímetro defensivo establecido por España en torno a la primera y a asesinar a un agente consular español poco después. El general Ramón María Narváez , entonces presidente del Gobierno, protestó ante el sultán Muley Soleiman de forma tan enérgica que casi adelantó la guerra 15 años.

El ultimátum

Para evitarla, Gran Bretaña y Francia mediaron en la disputa y lograron que el sultán firmara en Tánger un acuerdo con España, el 25 de agosto de 1844, que fue ratificado un año después por el Convenio de Larache. En estos se fijaron los límites de Ceuta y Melilla y se acordó la retirada marroquí de los territorios ocupados. Aún así, ambas ciudades continuaron sufriendo incursiones por parte de las tribus africanas, además de ataques a nuestras tropas destacadas allí, que conseguían repelerlos como podían.

Al llegar a la presidencia en junio de 1858, O’Donnell inició una serie de obras en los campos aledaños, para dotar a las dos plazas de mejores defensas. Los cabileños utilizaron entonces el pretexto de que los españoles realizaban incursiones en su territorio para realizar un nuevo ataque, en el que destrozaron dichas obras en el puesto de guardia de Santa Clara, en el perímetro defensivo de Ceuta, y los escudos que señalaban la línea de demarcación. «Sombras furtivas se afanan en torno a un edificio en construcción. Jadeantes, con palos y medios de fortuna, destruyen las paredes apenas levantadas. Terminada la labor, se pierden en la oscuridad», relata Julio Albi en «¡Españoles, a Marruecos!: La Guerra de África 1859-1860» (Desperta Ferro, 2018).

Pero como continuaron las incursiones marroquís, el cónsul español en Tánger presentó un ultimátum ante el sultán de Marruecos, Abd al-Rahman , en septiembre de 1859. En él le exigía la restitución de los escudos fronterizos españoles, que estos fueran saludados por sus tropas y que los autores de la agresión fueran castigados en Ceuta, ante la guarnición española, en medio de la vía pública. «Si el sultán se considera impotente para ello, decidlo prontamente y los ejércitos españoles, penetrando en vuestras tierras, harán sentir a esas tribus bárbaras todo el peso de su indignación y arrojo», advertía el documento al final.

La declaración de guerra

El sultán falleció poco después y su hijo Mohamed IV nunca cumplió el requerimiento del presidente español. Y como el general O'Donnell era un hombre de gran prestigio militar y plenamente consciente de que, en la prensa, se reclamaba con insistencia una acción decidida, se movió con rapidez y consiguió el beneplácito de Francia y Gran Bretaña para declarar la guerra a Marruecos a finales de octubre de 1859. Los argumentos utilizados —la falta de seguridad en sus fronteras y el honor mancillado— apelaban una vez más a ese fervor patriótico que crecía poco a poco y que los políticos no cesaban de alimentar con gran éxito.

Consecuencia de ellos, toda la sociedad española acogió la guerra con entusiasmo. La reacción popular fue unánime y todos los partidos políticos representados en el Congreso de los Diputados aprobaron la declaración por unanimidad, incluso la mayoría de los miembros del Partido Democrático. «O’Donnell contó no solo con el apoyo del Parlamento y todas las formaciones políticas, también de la prensa, algunos escritores entusiastas, el clero y, a través de todos ellos, de grandes capas de la población. No en balde, el jefe de Gobierno venía caldeando el ambiente durante meses con soflamas patrioteras. Se recaudaron fondos por todo el país, incluso la Reina ofreció sus joyas para financiar la contienda, y se alistaron voluntarios en todas partes. Pese a estar exentos de la recluta militar, hubo una elevada presencia de vascos», argumentaba Albi.

A lo largo del mes de noviembre, las tropas españolas fueron embarcando camino de las ciudades hermanas norteafricanas. El contingente estaría formado por 38.000 hombres, mientras que el sultán improvisó una milicia de 25.000, entre tropas regulares, mal adiestradas y desorganizadas, y voluntarios de las cabilas. En la misma Málaga, el general Antonio Ros de Olano pasó revista a siete batallones que marchaban al frente con estas palabras recogidas por «La Gaceta de Madrid» el 1 de diciembre de 1859: «Las tropas se presentaron en un estado brillantísimo de equipo y ejercicio militar, llamando la atención por su escogido personal y la marcial apostura de todos sus oficiales. En todos los semblantes se revelaba el ardiente deseo que tienen estos valientes de ir a compartir las penalidades y las glorias con sus dignos compañeros que ya están en África»

La «Guerra Romántica»

El autor de «¡Españoles, a Marruecos!» opina que el conflicto guerra pasó a la historia, «desde muchos puntos de vista plenamente justificado», como la «Guerra Romántica»: «Para empezar, tiene ese carácter la misma denominación oficial, Guerra de África, que desorbita el ámbito de las operaciones para darles una dimensión continental, cuando, en realidad, solo se desarrollaron en un estrecho pasillo». Se dieron, además, otros muchos ingredientes románticos junto a estas exageraciones, que el autor enumera así: cargas de coraceros con refulgentes cascos metálicos, agrestes cabileños de chilabas rayadas, lanceros con banderolas multicolores, la legendaria Guardia Negra, audaces cornetas casi niños, bellas hebreas, presidiarios encadenados que parecían salidos de «Los Miserables», caballería marroquí medio fantasmal, misteriosas ciudades santas, arias de Bellini cantadas por oficiales sentimentales a la luz de las hogueras, caravanas ondulantes de camellos y ataques con bayoneta y banderas desplegadas al compás de charangas.

Pero lo cierto es que son muchos los historiadores que defienden que la experiencia marroquí solo aportó beneficios a una minoría de empresarios. Al erario público le costó 236 millones de reales que tuvieron una gran repercusión en la crisis general que se desencadenó a finales de la década de los 60 del siglo XIX. Además, todos esos elementos románticos que enaltecieron al país y sus políticos, escondían una campaña improvisada, lanzada en la peor época del año y con medios navales insuficientes. Nuestros soldados estaban mal equipados para protegerse de las fuertes lluvias y para librar una serie de batallas inútiles y costosas. Y en la sombra, el cólera insidioso, matando a diestro y siniestro, más feroz que las balas, que envió a miles de hombres a la tumba.

«Si la guerra fue indiscutiblemente popular, lo cierto es que miles de españoles pagaron para no ir a ella; si concitó consensos de todos los partidos, la unanimidad duró poco; si obtuvo ciertas ventajas, generó decepciones, incluidas las de la propia Isabel II, y si se derrochó bravura, sobraron imprudencias censurables. Fue, pues, una campaña con claroscuros, como tantas otras, lejos del escenario idílico y teatral que se ha presentado», concluye Albi.

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