Mohamed VI, y «El rey que rabió»

¿Por qué no le gusta a Mohamed VI lo que dicen los periódicos? Porque no conoce el argumento de la conocida zarzuela de Chapí, Vital Aza y Ramos Carrión. No sabe que el joven rey de un país imaginario, después de un viaje por su territorio, pregunta a sus cortesanos: «¿Es cierta tanta felicidad en mi reino?». A lo que los aduladores le contestan: «¿No ha de serlo, reinando vos y gobernando nosotros?». Receloso de sus consejeros, el soberano, decide hacer, de incógnito, un recorrido por su reino para comprobarlo. Algo que ya debería haber hecho Mohamed VI.

Llegó al trono sembrando esperanzas. Pero sólo ha cosechado decepciones. Ha retirado a su embajador en Madrid, ha prohibido a los periodistas españoles cubrir su viaje a Sahara Occidental y ha suspendido la cumbre hispano-marroquí. Al impulsivo jefe de la dinastía alauita le molesta que algún periodista español le haya denominado «ese sátrapa que administra Marruecos como si fuera su finca»; que se divulgue que recibe 33.600 millones de pesetas al año, casi el doble que las diez reinas y reyes europeos juntos. Prefiere que no se sepa que tiene facultades para disolver el Parlamento; que no ha modificado una Constitución que le otorga poderes para destituir al primer ministro y a todo el gabinete; que es él quien puede declarar el estado de excepción. Le sofoca que le recuerden que preside el Consejo Supremo de Justicia; que consiente que la Policía y el Ejército sean un poder paralelo. Le importuna, además, que le recuerden que no ha renunciado a las prerrogativas que le confiere su estatuto de Príncipe de los Creyentes.

Y, sobre todo, le saca de quicio que le acusen de no haberse atrevido a desmontar el majzen, la sacralizada estructura de poder feudal y corrupta que gira en su entorno y legitima la monopolización del poder en sus manos. Por eso cierra periódicos, amenaza con la cárcel a los díscolos e impide que se informe libremente sobre sus actividades.