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El castigo de Ruiz-Gallardón

Gescartera, mucho ruido y pocas nueces, ha conseguido, contra todo pronóstico, revitalizar la figura de Rodrigo Rato. Es lo que pasa con las guerras. La lógica establece sus pronósticos y la realidad, siempre machacona, campa por sus respetos. De hecho, y si bien se mira, los «daños colaterales» de la guerra gescarterista, en su dimensión política -los judiciales están pendientes-, se reducen a dos: José Luis Rodríguez Zapatero y Alberto Ruiz-Gallardón. Las guerras, por otra parte, siempre son así. Las listas de caídos no suelen nutrirse sólo con los nombres de los estados mayores contendientes, sino que hay bajas señaladas entre la gente sencilla y lejana del conflicto.

Lo de Zapatero era previsible. El hombre, que no está sobrado de facultades, entró en combate con un ejército de muchachitos tan voluntariosos como inexpertos. Tratar de derribar a un Rato, todo un matarife de la dialéctica, poniéndole enfrente la facundia escolar de un Juan Fernando López Aguilar es apostar por la derrota. La falta de musculatura se puede suplir con armamento o con astucia; pero ni de lo uno ni de lo otro llevaban en el zurrón los comandos socialistas en la comisión investigadora. Con chiquitos así es un riesgo, incluso, jugar al parchís, se pueden equivocar muchas veces con eso de comer una y contar veinte.

Lo de Ruiz-Gallardón, la verdad, era más imprevisible o, por ser más precisos, lo era del todo. Había que contar con las cábalas de José María Aznar y eso, mientras no se aclare si el auténtico es el que vive en La Moncloa o el que aparece en el Guiñol del Plus, resulta de todo punto imposible. Aznar ha hecho coincidir el final de las comparecencias de Gescartera con la convocatoria del XIV Congreso del PP. Como buen cuidador de delfines ha estimulado el delfinario con una generosa ración de sardinas y ha señalado un nombre como ausente, el del presidente autonómico de Madrid. Ha repartido ponencias y funciones y ha dejado fuera al díscolo Gallardón.

No seré yo quien entre en pleitos de convento, la mejor manera de enfrentarse con toda la comunidad; pero, visto el patio, no deja de ser chocante -¿despilfarrador?- prescindir, al menos en la apariencia, de una de las mejores cabezas del partido, de las más jóvenes y acordes con la dominante idea centrista y, siempre con la excepción de Manuel Fraga, el nombre de más probada capacidad electoral en el partido. Una tabla científica de delfines -si es que de verdad se busca un sucesor- debiera incluir su nombre, pero cada comunidad tiene su truco y cada prior su memoria. ¿Habrá hecho algo Ruiz-Gallardón?

Los designios de Aznar son inescrutables y, de hecho, su liderazgo tiene mucho de olvido de las tradiciones y las costumbres establecidas y de concesión a algo parecido al racionalismo crítico. El castigo de Gallardón, su alejamiento del Olimpo popular, puede apretar las filas de la disciplina entre quienes son capaces de averiguar en cabeza ajena lo que vale un peine. El PP, con estos juegos en curso, puede llegar a perder Madrid -del principio al fin de la calle Mayor-; pero el riesgo se compensa, en la visión del mando, con la marcialidad de las filas y la atención al cornetín de órdenes.

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