Bruselas La gallardía de un embajador
Desde los primeros días de mi llegada a Bruselas me he tropezado con frecuencia con una placa situada en la puerta del número 11 de la calle Arquímedes. Es una humilde pieza de mármol que, pese a la
Desde los primeros días de mi llegada a Bruselas me he tropezado con frecuencia con una placa situada en la puerta del número 11 de la calle Arquímedes. Es una humilde pieza de mármol que, pese a la nobleza del material, está ya oscurecida por el paso del tiempo y sirve para recordar a uno de los personajes más imponentes y desconocidos de la historia de España, muerto en esta ciudad en 1926 y honrado entonces con un funeral de Estado en el que desfilaron más de 3.000 soldados. En España ni siquiera hay una placa como esta que testimonia la gratitud de los belgas. Aunque, por desgracia, también los belgas se van olvidando de quién fue esa persona gracias a la cual sus bisabuelos pudieron comer y, en muchos casos sobrevivir, durante los años de la Primera Guerra Mundial.
Rodrigo de Saavedra y Vinent, marqués de Villalobar, llegó a Bruselas en 1913 como embajador de España cuando tenía 49 años, media docena de destinos en su expediente y arrastraba una enfermedad congénita que le impedía moverse con normalidad. Al año siguiente estalló la guerra, los alemanes pisotearon la neutralidad belga; el Gobierno de Bruselas marchó al exilio, a Francia; y con el Gobierno, todo el cuerpo diplomático. Sólo el Rey Alberto I se quedó simbólicamente en el único fragmento de tierra que no fue ocupada, a unos metros de la frontera francesa. Entonces, dos embajadores, Villalobar y su colega norteamericano Brand Whitlock, tomaron la decisión de quedarse en Bruselas a pesar de todo para amparar a los belgas. Más adelante, cuando Estados Unidos entró en guerra contra Alemania, Villalobar se quedó prácticamente solo, respaldado sólo por su propia tenacidad.
Unas veces tuvo que mediar ante las autoridades alemanas para que Bruselas no fuera bombardeada, y otras eran los alemanes los que le solicitaban que hablara con los aliados para evitar un ataque a Amberes. A pesar de sus graves inconvenientes físicos, Villalobar fue durante todo este tiempo el embajador de los belgas ante las autoridades de ocupación. No pudo salvar la vida de la enfermera Edith Cavell, fusilada finalmente por ayudar a soldados aliados a huir de Bélgica, pero sí logró que fueran liberados muchos otros civiles prisioneros de los alemanes. Con Whitlock creó un gigantesco mecanismo para financiar, transportar e introducir en el país todos los suministros necesarios para alimentar a la población civil. A petición del Ayuntamiento de Bruselas, logró que los alemanes no destruyeran el monumento a Ferrer i Guardia, a pesar de que España protestó en su día por este homenaje a quien se había fusilado por creerle responsable de la educación de Mateo Morral, autor del atentado contra Alfonso XIII. Luego, cuando la guerra cambió de dirección, los generales alemanes le pidieron que interviniese para proteger su retirada ante el avance de los aliados.
Este año aún no han pasado a limpiar de ortigas y hierbajos la franja de tierra que hay bajo el monumento al embajador, erigido en una pequeña calle que lleva su nombre. Es un busto en el que aparece en uniforme civil, con un aire romántico y decimonónico, como si se estuviera asomando a una balaustrada. Hace poco se han cumplido 80 años de su muerte. Es una pena que sólo lo hayan recordado sus familiares.
POR ENRIQUE SERBETO CORRESPONSAL EN BRUSELAS
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