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El magistrado chapucero

Javier Pradera, hijo y nieto de Praderas, es decir, El Huerfanito, ha dedicado buena parte de sus trabajos y sus días a tomar venganza sobre Gómez de Liaño en nombre y por mandato de Jesús Polanco, El Hombre Más Rico de España. Hace Pradera allí, en el grupo Prisa, el caballeresco papel que hizo Arias Gonzalo en el sitio de Zamora, es decir salir a batirse por doña Urraca. Claro está que ni doña Urraca ni Polanco se baten. Mandan a sus deudos o escuderos a que se batan por ellos. Y ahora el Huerfanito rompe una lanza de papel contra el abogado del Estado que ha descubierto la inexactitud en la fecha y el torcimiento en el concepto que comete la Sala Segunda del Supremo al citar unas sentencias de finales del siglo XIX.

A Javier Pradera le ha Irritado sin duda ese descubrimiento. Es natural. Deja al aire una inexactitud y una caprichosa interpretación, ambas seguramente indisculpables. Su autor queda «a medio camino entre la negligencia profesional y la prevaricación». De la negligencia profesional no se libran los diez magistrados de la Sala que firmaron la resolución. Pradera subraya el hecho de que sólo un magistrado de los once que componen la Sala votó en contra. Mal tercio y flaco servicio les ha hecho Pradera a los otros diez. Porque es evidente que firmaron sin tomarse la molestia de constatar la interpretación que de las cuatro sentencias se hacía en el auto. Ni las buscaron ni las leyeron, pues de otra forma habrían comprobado el error que halló el abogado del Estado.

O sea, los diez jueces que estamparon su firma al pie del escrito lo hicieron en barbecho, confiados sin duda en la sapiencia y en la palabra, quizá en el criterio de autoridad, de quien había hallado en el repertorio legislativo aquellas perlas inesperadas. El error en la transcripción de las fechas puede ser negligencia, y si se mira con malevolencia, también podría ser levantar un obstáculo para constatar la interpretación, muy discutible y quizá pintoresca, de las cuatro sentencias citadas. La singular hermenéutica que el ponente aventura ya no es negligencia, sino exceso de diligencia en demostrar una tesis tan cara al único magistrado del tribunal sentenciador que queda en activo. Me refiero, naturalmente, a Enrique Bacigalupo.

Se comenta, y es fácil barruntar, que la gloria de la búsqueda y del hallazgo de las cuatro sentencias del litigio corresponde en efecto al más empecinado defensor, y presumiblemente inspirador, de la tesis defendida por la Sala Segunda, o sea, Bacigalupo. ¿Y a quién, si no? Como diría la madre Celestina, ¿dónde irá el buey que no are? La interpretación de las sentencias aparece tan sesgada que al más modesto conocedor del derecho y al más torpe cultivador de la lógica ha de parecerle sospechosa. Los dos presupuestos de hecho se parecen como un huevo a una castaña, y advertir que es imposible (metafísicamente imposible) aplicar el indulto a un proceso antes de que haya condena y pena, no autoriza a defender el derecho del tribunal sentenciador a limitar la prerrogativa del Gobierno. Si no hay pena, no puede haber indulto.

Javier Pradera se burla del abogado del Estado que buscó las sentencias sin encontrarlas y lo moteja de «émulo chapucero de Sherlock Holmes». Titula su comentario así: «El detective chapucero». Pero está claro, más que el agua clara, que la chapuza la hace quien cita con error las fechas de unas sentencias en las que basa su peregrina tesis, y también los compañeros que no comprueban las fechas, y por tanto no leen los textos aducidos. Elemental, querido Watson. Los diez señores magistrados de la Sala Segunda no serán, desde luego, condenados por desconfiados. Y conste que lo que aquí ha hecho el «detective» es investigar el «crimen».

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