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La jerarquía católica y la situación política

| LA TERCERA DE ABC |

... El discernimiento entre lo esencial y lo accidental -fácil para los prelados- crea muchas contradicciones entre los ciudadanos, con frecuencia incapaces de distinguir cuando la jerarquía se constituye en un consejo de administración y cuando lo hace como un colegio de pastores espirituales...

CUANDO la izquierda española deje de ser anticlerical y la derecha asuma definitivamente los postulados laicos -que no laicistas-, se percibirá mejor y con mayor nitidez el papel de la jerarquía eclesiástica, su función en la vida pública y la naturaleza de su misión en lo temporal y en lo trascendente. No ocurre así ahora y la Iglesia -en realidad el episcopado- ha adquirido un protagonismo conflictivo de efectos desconcertantes para distintos sectores sociales.

Es necesario advertir que jamás fue bueno para España la militancia anticatólica de la izquierda -y eso lo comprendió bien el PSOE de los años ochenta-, ni redundó en beneficio de la derecha su confesionalidad tradicional. La Iglesia, en materia estrictamente política, no es dogmática. Su capacidad de adaptación, incluso a las circunstancias más adversas, es proverbial.

La jerarquía eclesiástica, además, tiene una enorme capacidad para digerir sus contradicciones internas. Es perfectamente posible que unos prelados defiendan, por ejemplo, el valor moral de la unidad nacional, mientras otros reivindiquen las razones del independentismo nacionalista. Es igualmente habitual que haya obispos que asuman compromisos coyunturales -por ejemplo, respaldar desde los púlpitos una manifestación contra normativas educativas-, en tanto que otros los rehúyen de manera manifiesta. Sucede también que unos son más notorios que otros en según qué materias. El escrúpulo o la decisión -más ejemplos- para echarse a la calle en compañía de colectivos cívicos y políticos es tremendamente desigual, por no hablar de las discrepancias manifiestas sobre actividades tan sensibles como las de la comunicación comercial -información y opinión políticas- bajo la edición de la mismísima Iglesia.

Una parte de la derecha española está intelectualmente condicionada todavía, y quizá de modo inconsciente, por la magna obra de Marcelino Menédez Pelayo, en función de la cual la evocación religiosa se liga de manera natural con la nacional, lo que siendo históricamente cierto, ha quedado superado. La ralentización teórica de las bases ideológicas de la derecha democrática tiene que ver con las reservas mentales a abrazar un carácter plenamente laico que secularice los decisivos valores de la doctrina cristiana y los proyecte con naturalidad en la sociedad.

En el documento «Los fieles laicos, Iglesia presente y actuación en el mundo. Vocación apostólica de los fieles laicos», elaborado hace poco más de un año por Fernando Sebastián, a la sazón arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, la cuestión quedaba meridianamente clara para prelados, el clero y los laicos en la afirmación terminante de que «necesitamos liberarnos más a fondo de las consecuencias negativas de unos decenios en los que pretendimos identificar artificialmente la Iglesia con la sociedad».

La Iglesia dispone de una enorme potencia y presta un inconmensurable servicio a la sociedad española. La derecha y la izquierda deben tratar con la Jerarquía, respetarla y escucharla. Pero conforme a un modelo coherente de relación en el que no quepa la hostilidad visceral y apriorística tradicional en la izquierda ni la querencia clerical de algunos sectores de la derecha.

La Iglesia es una realidad social -y, admítase o no, también política- que dispone de una lógica interna orientada siempre a la defensa de unos intereses -trascendentes e inmateriales unos, coyunturales y materiales otros- que acostumbran a no cohonestarse con los de otras instancias aunque, de manera episódica, puedan coincidir. En esa comprensión del accidentalismo político que practica la jerarquía eclesiástica deben inscribirse sus comportamientos históricos. Así, es cierto que hubo en España un régimen nacional-católico con Franco; pero es igualmente cierto que sectores de la jerarquía y del clero fueron decisivos -tras el Concilio Vaticano II- en el desguace del franquismo. ¿Puede dudar alguien del papel preponderante, incluso inspirador, de la jerarquía católica catalana y vasca en la aparición y desarrollo de los nacionalismos en aquellas comunidades? ¿Puede dudarse ahora del distanciamiento de criterios que se observa en el seno de la Conferencia Episcopal a propósito de la cuestión territorial y las diferencias de énfasis en asuntos extremadamente delicados como es el planteamiento opositor al Gobierno socialista o el intento mediático de condicionar a la derecha ?

Pues bien: esas diferencias de criterio son también valores entendidos entre los propios prelados que, con una adaptabilidad extraordinaria, aúnan posiciones allí donde no cabe accidentalismo alguno, es decir, en las materias dogmáticas, en las morales y en los elementos que sustentan una posición de cierta dominancia social. Sin embargo, el discernimiento entre lo esencial y lo accidental -fácil para los prelados- crea muchas contradicciones en los ciudadanos, con frecuencia incapaces de distinguir cuándo la jerarquía se constituye en un consejo de administración y cuándo lo hace como un colegio de pastores espirituales. La confusión no sólo está provocada por razones temáticas (¿la enseñanza evaluable de la religión? ¿la financiación?), sino también personales (¿qué significa en la Conferencia Episcopal su presidente y qué su vicepresidente, qué el cardenal arzobispo de Madrid y qué el arzobispo de Barcelona?) y es lógico que, en esas circunstancias, cunda una cierta desorientación que los obispos harían bien en reducir en la medida de lo posible.

Una Iglesia libre en una sociedad libre será la resultante de un proceso de recíprocas autonomías y del desarme de prejuicios y de apriorismos. Y de la asunción por los católicos de las enteras consecuencias de la profesión de la fe, tanto privada como públicamente. La independencia de la Iglesia de la dinámica del Estado es hoy más imprescindible que nunca porque su mensaje de valores ni puede ni debe contaminarse con la adherencia de intereses coyunturales ni condicionarse a coordinaciones políticas de conveniencia. Si la izquierda se enfrenta de forma sectaria contra la Iglesia, se confundirá; si la derecha cree encontrar en la fuerza de la Iglesia un arsenal de munición adicional al propio, también se confundirá y si la jerarquía pretende que en tiempos históricos distintos funcionen las mismas inercias, incurrirá también en un lamentable error.

En la actual situación política -con un Gobierno inhábil en la interlocución con la jerarquía eclesiástica- no puede afirmarse sin atentar contra la ecuanimidad que los obispos estén finos en su estrategia con el Ejecutivo, ni puede tampoco sostenerse que la derecha democrática española haya encontrado, por fin, ese perfil plenamente laico nutrido de la secularización de los valores del humanismo cristiano. El oportunismo corre, a velocidad de vértigo, por las tres bandas del tartán de una carrera en la que la mayoría no vemos dónde está la meta.

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