Las rarezas del «Mirador»
No es fácil acertar a definir la imagen del bloque de pisos sociales de Sanchinarro. Un tetris, una tostadora... Su aspecto externo desconcierta. Pero su interior tampoco se queda corto. Pasillos de un metro, jacuzzis y plantas que recuerdan a una cárcel «sacuden» a sus visitantes

TEXTO MIGUEL OLIVER FOTOS ERNESTO AGUDO
MADRID. Hanna es una estudiante alemana de segundo de arquitectura. Se pasea nerviosa con su cámara de fotos por el recibidor del «Mirador» retratando los secretos y rincones del edificio. Tan pronto aparece en la segunda planta como, segundos después, te la encuentras fotografiando las escaleras que dan acceso al ático. «Nunca había visto nada igual. Este año hemos estudiado en clase la obra del estudio MVRDV y he decidido viajar a Madrid para hacer un trabajo más en profundidad sobre su último proyecto. Francamente, no hay nada que se le parezca. Para mí ha sido como encontrar un tesoro. Si estás en la calle no puedes dejar de mirarlo. Y dentro encuentras un sinfín de detalles que te hacen pensar que estás ante algo diferente, original e irrepetible»
Y es que el «Mirador» está lleno de sorpresas. Por eso es un edificio que concentra odios y pasiones a partes iguales. Para empezar, no es fácil orientarse dentro de él. Sus pasillos aparecen y desaparecen con una facilidad pasmosa. Cuando parece que detrás de una puerta va a continuar el distribuidor con acceso a las demás viviendas, surge un cuarto con un extintor. Y cuando se pretende alcanzar una salida por las escaleras exteriores, aparece el pasillo con el resto de portales.
Hasta el mismísimo alcalde Ruiz-Gallardón necesitó ayuda para acceder a la planta doce, donde se encuentra la famosa terraza. «Pilar ¿seguro que llegaremos por aquí?», comentó a la concejal de Urbanismo mientras subían por unas escaleras metálicas de color rojo. Al final, tuvieron que ser los propios arquitectos quienes guiaron a la comitiva municipal para alcanzar el mirador. La distribución es extraña. Muy extraña. El edificio cuenta con escaleras que sólo acceden a las plantas impares, y otras que sólo conectan con las pares. Con lo cual para bajar a la catorce, desde la quince, es conveniente coger el ascensor ya que si se hace a pie uno acaba en la trece.
Todavía no hay muchos vecinos residiendo en el «Mirador». Desde que las llaves se entregaron hace casi dos meses, albañiles, trabajadores de limpieza y demás operarios son casi los únicos inquilinos del edificio. Tan sólo unas pocas de las 156 familias se han establecido en el inmueble. Como la de Isabel. Con un hijo pequeño y su marido, ya lleva un mes y medio en su nuevo piso. «Y todavía me pierdo. Hay zonas que no consigo encontrar. A veces quiero visitar unas plantas para ver cómo son el resto de los pisos y no alcanzo a verlos. Hay que reconocer que el edificio es raro, raro, raro...», dice.
Sus creadores lo definieron en su día como una «manzana» vertical. El inmueble está estructurado a modo de pequeños barrios, que están diferenciados unos de otros por el color y textura de sus materiales. «Las circulaciones interiores -comenta Blanca Lleó, coautora del proyecto- son como pequeñas calles verticales, que confluyen en una gran plaza pública que está simbolizada en la gran terraza de la planta doce, a 35 metros de altura».
De sorpresa en sorpresa
A pesar de todo, Isabel insiste en que el edificio le desconcierta. «A lo mejor es porque todavía está casi vacío, pero tengo la sensación de que nunca voy a poder conocerlo en su totalidad. Tiene tantos rincones y recovecos, que conectan con zonas que creías que estaban lejos, que te sorprende». Caminar por su interior es como ir abriendo cajas sorpresa. Nunca se sabe lo que te vas a encontrar detrás. Abres una puerta esperando conectar con una salida exterior y te encuentras con la entrada de una vivienda particular.
Los largos pasillos del centro de cada planta combinan con reducidísimas estancias que dan servicio a dos o tres viviendas. Para acceder a ellas, en algunos casos, es necesario entrar de costado. Humberto es, tal vez, el que ahora mismo se conozca mejor que nadie el edificio. Es el encargado de mantener limpias las zonas comunes hasta que sus dueños comiencen a ocupar el bloque. «Está tan vacío y tan frío -comenta- que tengo que reconocer que a veces me da miedo. Ayer estaba limpiando una planta y oí un crujido muy fuerte. Me quedé helado. Cuando se lo conté después a mis compañeros no se lo creían, pero este edificio cruje y se mueve».
Humberto, ecuatoriano de nacimiento, confiesa que nunca había trabajado en un lugar como éste. «En teoría nadie que no sean los propietarios puede entrar, pero cada día me encuentro con curiosos que suben a las plantas superiores con cámaras de foto o vídeo. No se puede imaginar el poder de atracción que tiene. Una ocasión me encontré un lavabo en mitad del pasillo. Llegué a pensar que formaba parte del inmobiliario, pero a las dos semanas vino alguien a retirarlo». El «Mirador» se ha convertido en el amo y señor de Sanchinarro. Nada ocurre en la zona que no pueda ser divisado desde su terraza en las alturas.
Este espacio se ha convertido en el símbolo del bloque. No hay nadie que haya subido al edificio que no haya pasado por ella. Es allí donde aparecen nuevas excentricidades o, como le gusta decir a los políticos, licencias de autor. Del suelo, que está forrado de una moqueta de césped artificial, surgen tres jacuzzis de color anaranjado. Nadie sabe exactamente qué uso van a tener. «Yo creo que eso servirá para que la gente se siente dentro de ellos», apunta Miguel, un albañil contratado para reformar una vivienda. «Pues yo quiero pensar que eso en verano se puede llenar de agua y convertirlo en minipiscinas», le reta Pedro.
Una «cárcel» en la última planta
Unas viviendas más arriba esas «licencias de autor» se hacen todavía más palpables. El diseño de la última planta recuerda a una cárcel. Escaleras metálicas se cruzan de un lado a otro hasta alcanzar unas pequeñas terrazas privadas que comparten espacio y lugar con las antenas de televisión. El frío en esa zona es insoportable. A esa altura, lo único que permanece frente a frente con el edificio es la sierra de Navacerrada. Pero las bajas temperaturas no serán tanto problema como la lluvia. Y es que la última planta del edificio apenas cuenta con tejados. Con lo cual, los vecinos necesitarán llevar el paraguas abierto justo hasta el momento de entrar en su propia vivienda.
Supervisar los arreglos
«Creo que en algunos casos la comodidad y habitabilidad se ha llegado a sacrificar en lugar del diseño». Antonio es padre de uno de los adjudicatarios de los pisos. Está feliz. Se jubiló hace unos meses y cada día se acerca hasta el «Mirador» para «supervisar» los trabajos de remodelación del piso de su hijo Marcos. «Estaba desolado porque no conseguía encontrar una vivienda con el dinero que tenía. Para todos fue una alegría cuando nos dijeron que el Ayuntamiento de Madrid le había dado uno, por eso no me voy a quejar. ¡Qué más se puede pedir si le ha costado poco más de veinte millones de pesetas!», dice.
El frío y la luminosidad contrasta con la sensación que uno tiene a medida que se van alcanzando las plantas más bajas. Techos de escasa altura y poca luz envuelven al transeúnte en una clima estanco. La resolución de estos espacios ha llevado a los arquitectos a proyectar viviendas, incluso, a pie de calle. Esta situación les ha llevado a instalar nuevas verjas para evitar a los intrusos. Por allí pasa Carmen paseando con su perro. Está indignada. Vive en el edificio de al lado. Su casa le costó 480.000 euros, 360.000 más que a los vecinos del «Mirador». «Y encima mi casa se devaluará por el monstruo éste que me han colocado al lado».
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