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El bienestar en la incultura

Amparo Baró, premio a la mejor actriz por su interpretación en «Siete vidas»

Son tantos y tan contundentes los argumentos esgrimidos contra la indecencia en la televisión que, a veces, dan ganas de defenderla. En realidad, es un medio que, como casi todos, puede usarse tanto para el bien como para el mal. Y lo primero no falta, aunque escasee. Hace tiempo que la televisión lleva camino de convertirse en el más poderoso instrumento al servicio de la incultura. Y no hay que olvidar que se trata de un servicio público. El problema de la televisión no consiste tanto en la violación de las normas de la decencia como en la obscena apoteosis de la vulgaridad y la imbecilidad. Antes que inmorales, y precisamente por ello, muchos programas son sencillamente idiotas. No es una cuestión de transgresión moral sino de estupidez inducida y contagiosa. Es cosa de higiene intelectual más que de diatriba moralizante. De ahí que la telebasura no produzca tanto indignación moral como desprecio intelectual. Sus atentados se perpetran más contra la inteligencia que contra la decencia, con no ser estos despreciables. Como si quisieran confirmar el venerable y tajante dictamen de San Gregorio Magno: «Las imágenes son para los analfabetos lo que las letras para quien sabe leer». Lo que, en algún caso, nació como denuncia conservadora, ha borrado hoy las distinciones ideológicas. Y aunque la basura imperante tiende a escorarse hacia la izquierda, lo cierto es que la denuncia ya ha dejado de tener un sesgo politizado.

Ante esta situación, quizá no sea impertinente hablar, como hizo Popper, de censura. Desde luego, en su primer sentido etimológico de «dictamen y juicio que se hace o da acerca de una obra o escrito» y de «nota, corrección o reprobación de algo». Quizá también en el de prohibición por parte de la autoridad legítima. No habría en ello nada de atentado contra la libertad de expresión. Desde luego, con cargo al erario público no es lícito emitir basura; tampoco con cargo a fondos privados cuando media concesión pública y una poderosa facilidad para entrar en las casas de los ciudadanos. En este caso, el pretendido argumento liberal no es aplicable. La invocada demanda no es natural sino artificialmente inducida por la oferta. Donde no llegan el autocontrol y el sentido de la dignidad, suprimidos por la pura voracidad comercial, deben llegar la regulación legal y la prohibición. Ya no se trata de la clásica distinción entre la cultura superior y la cultura de masas. Estamos ante la pura incultura de masas. En realidad, asistimos a una agresión contra la ciudadanía, a la destrucción de una genuina comunidad entre iguales. El debilitamiento del demos entraña la destrucción de la democracia. Ante la degradación de la educación, como escribió Giovanni Sartori, «el que apela y promueve un demos que se autogobierne es un estafador sin escrúpulos, o un simple irresponsable, un increíble inconsciente». No es lícito degradar a la ciudadanía y, a la vez, conferirle la soberanía. A menos que estemos decididos a defender el derecho al bienestar en la incultura.

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