Sgrena-Polinices (y ii)
SI la ciudad de Tebas ha tomado a su cargo el fin jurídico de sepultar a los ciudadanos, y la ley de Creonte ha prohibido hacerlo con los traidores, ningún particular puede suplantar a Tebas en el derecho y en la prohibición, y ni aun su propia hermana Antígona puede dar sepultura a Polinices, traidor a la Ciudad.
Ante un secuestro, el Estado encara su propia responsabilidad de «salvaguardar un fin jurídico», en este caso el de la protección de la vida de las personas. Si se doblega a la extorsión, pagando el rescate exigido por los secuestradores, satisface, ciertamente, el fin jurídico de salvaguardar la vida de las personas; pero, al mismo tiempo, al ceder a la extorsión, ha permitido la actuación eficaz de otra violencia, «ilegítima» por definición, con violación flagrante de su propio derecho del monopolio de la violencia.
Si, por el contrario, no cede a la extorsión y se niega a pagar el rescate, sacrifica el fin jurídico de salvaguardar la vida de las personas (amén de la propia vida de la persona en cuestión, aunque esto concierne sólo a los «fines naturales»), pero, a cambio de ello, al derrotar la acción de esa otra violencia -la del intento de extorsión de los secuestradores-, salvaguarda completamente «el derecho mismo», su derecho al monopolio de la violencia legítima.
El pecado de Calipari ha sido el de atenerse a la ley de Antígona (quedarse en el plano de los «fines naturales», en palabras de Benjamin), la ley antigua, la ley materna, la ley de la que son depositarias las mujeres, frente a la ley de Creonte, que es la que rige en la Ciudad y en el Pentágono. Por eso no es tan inverosímil la versión italiana, ya que la escasa simpatía del Pentágono hacia Calipari y sus métodos de liberar secuestrados, con el precedente de «las dos Simonas» y el nuevo pago de rescate por Giuliana Sgrena, amén de la propia personalidad de ésta, que, al parecer, no había puesto en sus crónicas ningún gran empeño por ganarse las complacencias de los americanos, sino más bien todo lo contrario, bien pudieron ser factores que no estimulasen a los encargados militares a esmerarse demasiado en poner en la protección del viaje del Toyota todo el escrúpulo que sería de desear.
A todo esto, por su parte, la absoluta incapacidad o hasta volatilidad de la diplomacia ha seguido flotando en lo que deben de ser nuevas y más etéreas emanaciones de la ya mencionada «inteligencia emocional», ya que el Secretario de Estado, Condoleezza Rice (Sor Bombarderos, la llamaban antes) y su homólogo italiano, Gianfranco Fini han convenido en que «el incidente no pone en discusión una prolongada relación bilateral fundada sobre valores comunes». ¡Virgen Santísima, «valores comunes»! ¡Que pregunten en Tebas! ¡Que lo averigüen con Antígona y Creonte, que al oírlo ya se habrán levantado de sus tumbas! Casi toda la historia y la teoría del Estado penden del irreconciliable antagonismo entre esos dos «valores comunes». Aun del propio Confucio no se diría sino que hubiese conocido antes que Sófocles, como llevado por un viento remoto, el mito de Antígona y Creonte. He aquí el indicio de ello: En uno de sus viajes, un cortesano del país que visitaba, le dijo: «En este reino impera la virtud: si el padre roba, el hijo lo denuncia; si el hijo roba, lo denuncia el padre». Confucio contestó: «En mi reino el hijo encubre al padre y el padre encubre al hijo. Esto también tiene nombre de virtud».
Cuando se sacrifica un fin jurídico (sigo en términos de Benjamín), como el de salvaguardar la vida de las personas, en aras de salvaguardar, sin menoscabo alguno, el derecho mismo (ut supra), o sea el derecho del Estado, definido por el monopolio de la violencia legítima, el motivo más usualmente alegado para obtener -y con sorprendente eficacia- la aquiescencia de los particulares es el de que la vida del secuestrado o los secuestrados actuales, y con nombres y apellidos, se sacrifica precisamente para salvar las vidas de otros posibles e hipotéticos secuestrados futuros, para los que, si -con el propósito, ciertamente noble, de salvar a los actuales- se sienta el precedente de pagar rescates, no se conseguirá sino estimular el incremento de nuevos secuestradores, atraídos por la segura rentabilidad de la extorsión. Con la denegación del pago del rescate, los secuestrados actuales y concretos pagan con su vida la salvación de las vidas de otras todavía indeterminadas e imaginarias víctimas futuras. Lo insincero, poco verosímil y hasta aberrante de este motivo, hace que el trance sea una de las circunstancias en que los poderes públicos se emplean más denodadamente en proclamar la autoexoneración de toda suerte de responsabilidades, no sólo de lo que, con la denegación del pago del rescate, los secuestradores puedan perpetrar contra las víctimas, sino también de los daños o las muertes que pueda acarrearles la intervención de sus libertadores.
Así lo hizo, marcando muy firme y gravemente su dictamen, el entonces presidente don José María Aznar a raíz del secuestro y el desastre del teatro de Moscú; corrió inmediata e incondicionalmente a poner su bigote al lado de Putin, eximiéndole de toda posible «responsabilidad» en la cruenta operación liberadora, mediante la proyección total y exclusiva de las culpas sobre los secuestradores. Aunque no sepamos muy bien cuál pueda ser el contenido y el sentido de estos hoy tan frecuentes peloteos de autoexenciones y proyecciones de responsabilidades («Tú serás el único responsable», etcétera), en la defensa cerrada de Putin por parte de Aznar parece reconocerse bien el dogma de «El Estado no puede dar muestras de debilidad». Este imperativo pertenece, evidentemente, al supremo derecho del Estado como titular del monopolio de la violencia legítima, y significa que cuando el Estado se halla ante un trance que comporta de hecho una efectiva situación de debilidad, no debe reconocer de derecho tal situación de debilidad, sino arrollar por encima de ella y hacer prevalecer, si es preciso a sangre y fuego, el derecho mismo que como Estado lo constituye. Polinices no debe recibir sepultura. Videant Consules.
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