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El conde de Osborne

Alguien escribió que el señoritismo es al señorío lo que el patrioterismo al patriotismo. No estoy de acuerdo, por cuanto el patriotero es un patriota exagerado, compulsivo e histérico, en tanto que el señorito nada tiene de señor. De un señor que se ha ido me dispongo a escribir, ahora que van quedando tan pocos. De cuando en cuando las tristezas personales nublan las noticias y caemos en pie sobre nuestra fragilidad. Con el permiso de ustedes, hoy me reúno con mis asuntos. En el Puerto de Santa María, mi Puerto de Santa María, el viejo de Menesteos rasgado por el Guadalete, que es río del olvido, se ha marchado de la vida uno de los grandes señores de Andalucía la Baja. Fue mi segundo padre durante meses, y lo era de un amigo del alma, y «esposo que fue», como dicen las esquelas de Córdoba hacia abajo, de una mujer extraordinaria que hoy tiene su alma ahogada de lágrimas y memorias. Fue además un gran empresario, que resistió malos vientos y mantuvo en su sitio a una gran empresa española, tentada y acosada por el capital extranjero que predomina en la actualidad en el sector del vino de Jerez, eso que los ingleses, sus principales impulsores, llaman el «sherry». Y no sólo la mantuvo, sino que la reafirmó y expandió, y cuando a su generación le llegó el momento del descanso, con su hermano Ignacio especialmente compenetrado, supo dejarlo todo en manos de la nueva, y ahora son otro Tomás y otro Ignacio Osborne los que sostienen la generosa y brillante tradición familiar. Se llamaba Tomás Osborne y Vázquez, era el conde de Osborne, y llevaba en su forma de ser eso tan difícil que se entiende por medida. La medida que equilibra el verdadero señorío con la decencia, la inteligencia con la humildad y la generosidad con el aire que se respira. Su aire, su viento, era el de la bahía de Cádiz, atlántico y blanco, de pinares y bodegas, tan metido en Dios como abierto a todas las tolerancias.

En aquel rincón del talento y la poesía, dominado por el torreón del castillo de San Marcos y el colegio de los Jesuitas -allí estudiaron Juan Ramón Jiménez, Pedro Muñoz-Seca, Fernando Villalón y Rafael Alberti, entre otros-, las cosas no son como en el resto de los sitios. En el Puerto de Santa María el trabajo y la calma pasean de la mano, con toda la naturalidad del mundo. El conde de Osborne era un portuense decidido, y no podía dar tres pasos en su ciudad sin ser reclamado para responder a un saludo. A nadie del Puerto le oí jamás una crítica adversa o un motivo de queja referida a quien resumía el señorío de su lugar. «Siempre con Dios, don Tomás». Que allí se saluda todavía con la intención.

Sin olvidar a nadie, Jerez es Domecq y González, y el Puerto de Santa María, Osborne, Caballero y Terry. Quedan los matices, los rasgos característicos de cada familia, pero el paisaje impera en todos sus miembros. No siempre el momento y la oportunidad coinciden, y los Domecq y los Terry -ya lo habían hecho los González en su sociedad con los Byass-, se vieron obligados a compartir el espíritu familiar de sus empresas bodegueras. En el Puerto, los Osborne y los Caballero tuvieron más suerte, y todavía entrar en sus recintos es lo mismo que llegar a sus casas. Sucede que nadie puede sentirse ajeno, porque todas las familias tienen raíces de las otras. Pero el concepto que establece la actitud del primer apellido era sagrado en el conde de Osborne. Y en esa actitud ante la vida destacaba el constante servicio al señorío puro y llano, a la generosidad sin testigos y a la humildad sin aspavientos.

Tuve la suerte de convivir con ellos durante quince meses. Siempre que me dejo caer por el Puerto, en ellos encuentro a mi familia, que lo es mucho más que mis parientes portuenses. Para un desmedido como yo, la presencia, la naturalidad y la palabra de Tomás Osborne eran lecciones diarias de medida, que es una asignatura muy complicada de aprobar en la vida. Su perfil de gran señor no podrá dibujarse, a partir de ahora, bajo el gran magnolio de las tertulias en la bodega de Mora. Ignoro el viento que hoy sopla en la bahía, si el poniente o el levante. Será igual de triste. Quizá la calma, la renuncia de ambos a manifestarse, sea el mejor homenaje de despedida de quien hizo de la calma y la discreción el norte de su vida. Y quedan los que se han formado con su ejemplo.

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