Aquí nadie dice: «¡Tierra, trágame!»

Lo malo de los políticos es que son sordos en lugar de mudos. No oyen el clamor popular que les dice: «¡Cállense!». Salvando todas las honrosas excepciones a las que haya lugar, en cuanto ven una cámara, un micrófono y un bolígrafo, desbarran. Pertenecen al único gremio en el que sus miembros pueden decir una cosa hoy y otra mañana sin ruborizarse. Miran hacia otro lado, se callan sin rectificar o dicen Diego tras decir digo con toda desfachatez. Su oficio carece de la responsabilidad que se exige en cualquier otro: pueden arruinar un país sin más responsabilidad que la penal; nadie puede pedirles cuentas de sus iniciativas funestas porque no están sujetos a un código ético; dicen cualquier necedad contraria a la lógica y no pasa nada porque están protegidos por la inmunidad parlamentaria.

Si alguien sostuviera hoy que el corazón se mueve porque cierto «espíritu más sutil que el aire» lo impele a buscar un lugar más amplio, que la sangre es un líquido estático o que pasa de un ventrículo a otro por unos orificios invisibles diría tonterías aunque estaría reflejando opiniones de Hipócrates, Aristóteles y Galeno. Pero demostraría su ignorancia de los descubrimientos Ibn an-Nafis que observó hace siete siglos que la sangre viajaba pasando por los pulmones, ignoraría las averiguaciones de Vesalio y las razones por las que la inquisición calvinista quemó vivo a Miguel Servet, y demostraría que jamás había oído hablar de William Harvey, el médico de cámara de Carlos y Jacobo I de Inglaterra, que en 1628 describió la circulación sanguínea tal como la conocemos hoy. Agustín de Hipona nos enseñó que «errar es humano pero que perseverar en el error es diabólico». ¿Creen ustedes que algún político se ha arrepentido de las tonterías que ha dicho sobre la niña marroquí sin escolarizar por culpa del velo, y enterarse de la diferencia que hay entre hiyab, chador, caftán y burka? Ya digo: mejor mudos.