Un cambio en nuestras vidas
El día de la catástrofe de las torres Gemelas, un amigo mío almorzaba en una tasquita que tenía un televisor encendido, pero sin voz. Al aparecer las primeras imágenes del suceso este amigo pensó que se trataba de una película, tipo «El coloso en llamas», y le pareció raro que, a aquellas horas, estuvieran con una programación semejante. Sin embargo no le dio mayor importancia hasta que alguien entró por la puerta y extendió la noticia por todo el local, que no se vació hasta bien avanzada la tarde: todos se quedaron tomando cafés y copas con la vista puesta en la pantalla ante el cariz que iban tomando los acontecimientos.
El jueves pasado, mientras castigaba mis exiguos michelines en una máquina del gimnasio me ocurrió algo parecido, o sea, en un televisor sin voz aparecían imágenes de unas gentes con turbante, y pensé en Lawrence de Arabia o, incluso, en el Cid Campeador. Siempre trato de desconectarme de la realidad mientras me machaco y descargo adrenalina, pero lo cierto es que no sólo ha cambiado la vida y la cabeza de los neoyorquinos la tragedia del 11-S: todos hemos cambiado ante semejante disparate, ante tamaño e inimaginable desastre.
Efectivamente nunca más volveremos a estar tranquilos, a menos que acierte el presidente Bush en la estrategia a seguir para eliminar de la tierra la siniestra sombra del terrorismo porque, a pesar de mi simpleza, al momento caí en la cuenta de que eran un par de portavoces talibanes quienes estaban informando, a través de la CNN, del discurrir de esta guerra, en la que todas nuestras vidas penden de un fragilísimo hilo tejido por la venenosa araña de los fundamentalismos, me da igual políticos que religiosos.
Dicen que andamos todos psicopáticos perdidos, que se nos hacen los dedos huéspedes y vemos fantasmas donde no los hay. Pero a mí me preocupa mucho el que entre ellos hablen de la tragedia de Al-Andalus, y se les ponga entre ceja y ceja el recuperarlo de sur a norte, aunque me parece divertida la idea de lo mal que se lo iban a tomar los nacionalista, ¡ja!, no sé si, aunque sólo fuera por eso, iba a merecer la pena someternos a los del turbante.
Me apena pensar en los nietos que quizá llegue a tener algún día, y en el mundo de odios y penurias que se van a encontrar. ¿O quizá para entonces habrán desaparecido quienes hoy alteran nuestra existencia? Tal vez sí, porque Alá es grande.
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