Jugar al aventurero

La cabeza entera y peluda de un camello, prendida de un gancho, sirve de reclamo en una carnicería callejera de la medina marroquí de Fez. Las moscas revolotean a su alrededor, saltando de sus ojos hacia su carne expuesta en el mostrador. Las pilas de dulces empapados de miel son auténticas colmenas en el mercado de Tetuán. Un riachuelo de desechos de pescado licuado divide sus estrechos callejones. Y, mientras, cien chavales madrileños son los únicos capaces de llamar la atención entre una saturación de olores, cueros, personas, metales, regateos y telas apelmazadas entre el laberinto en pleno mes de Ramadán.
En Marruecos todo es difícil para un niño español acomodado . El desierto del Sahara es doloroso. La cordillera del Atlas es asfixiante. No hay aseo, apenas hay agua y la comida está racionada. Hasta las ciudades son duras. El ayuno del Ramadán es un acto religioso que implica a toda la sociedad. Entre las cuatro de la mañana y las siete de la tarde no hay tiendas abiertas, ni trabajadores y apenas hay un marroquí en la calle que no esté refugiado en una sombra.
La teoría del chico rico en país pobre es una práctica de la expedición Madrid Rumbo al Sur. Una aventura de tres semanas para conocer las condiciones de vida en África. Este año, en Marruecos. Chavales de 16 y 17 años obligados a hacerse el duro voluntariamente. Los monitores de disciplina castrense no permitirían lo contrario. Uno de ellos fue esclavo de una tribu amazónica hasta que lo abandonaron moribundo tras contraer una enfermedad tropical infecciosa. Otro lo rescató de la muerte mientras cruzaba el Amazonas en canoa. Nadie quiere ser menos y por eso nadie se queja.
Imposible evadirse
El saco de dormir es el único escondite después de travesías con pies encallecidos y ayuno involuntario e inevitable. Hasta que una tormenta de arena desvela el techo del cielo. Hasta que la hora de la oración retruena en los altavoces de madrugada. Hasta que un grillo se aloja en el tímpano de un monitor y lo vuelve medio loco antes de que el médico lo atrape vertiendo aceite en el oído. Hasta que la gastroenteritis amenaza ensuciar un cuerpo ya roñoso. Hasta las seis de la mañana, la hora de levantarse después de sólo cuatro horas de sueño.
El recorrido es un juego de aventureros. Uniformes, raciones militares, desfiladeros, dunas, temperatura extrema, pastillas potabilizadoras. Las marchas con el petate cortan la circulación de los brazos. Los caminos no existen. La ropa es la de ayer, de antes de ayer y del día anterior. Las caras, curtidas sin ser siquiera jóvenes, son las mismas de cada día. Y en todo ese exotismo, la expedición es la única atracción en Marruecos.
“Amigo, Madrid, bienvenido, Kaká, Cristiano Ronaldo ” responden los marroquíes a la visita para reclamar la atención. Los sentimientos de la expedición son encontrados. Entre el “son felices con tan poco” para las sonrisas de los niños receptores de ayudas de cooperación madrileña. Y entre el temor a los callejeros excluidos y la por fin comprensión del drama de la inmigración. La huída con todo de los que no tienen nada en un país donde tener poco ya es algo.
Marruecos, en vías de desarrollo, quiere ser como ellos. Con sus relojes, botas altas y gafas de sol. Subidos en autobuses escoltados por un camión de bomberos. Sufridores por poco tiempo y por placer. Marruecos pide que vuelvan, que se conviertan en sus embajadores en España y les ayude a ser tan ricos como los vecinos del norte. La expedición que termina el viernes pretende ser sólo una semilla que no quiere quedar enterrada en el desierto.
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