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Lecciones desde el Potomac

EN el espacio de pocas horas, en el mismo día, pudo comprobarse la distancia que

EN el espacio de pocas horas, en el mismo día, pudo comprobarse la distancia que media entre una democracia madura, con todos sus defectos, y otra que ha contraído los vicios peores del sistema de representación política sin apenas haber salido del cascarón. Y que, aun así, exhibe la insolencia de pretender dar lecciones a quienes inauguraron el estado liberal moderno. A los pioneros de la democracia contemporánea, mal que tal título les pese a quienes aborrecen del dominio americano sobre el mundo pero juzgan con benevolencia a quien ejerce un dominio, repugnante, sobre su propio pueblo. El pasado día 6, fiesta de la Constitución española, los políticos norteamericanos nos volvieron a dar una lección. A nosotros, a quienes la palabra democracia no se nos cae de la boca, sobre todo a algunos, como si su repetición compulsiva, al modo del recitado de un mantra, nos hiciera automáticamente virtuosos. Nada más lejos de la realidad.

Primera fotografía. Día de la Constitución, en el Congreso de los Diputados, sede de la soberanía nacional. Los máximos dirigentes de los dos primeros partidos españoles invocan la necesidad de un consenso, pero ni siquiera cumplen con la liturgia elemental de estrecharse la mano. Una invocación al consenso, hay que decirlo, con su puntito de trampa. En realidad, lo que cada uno de ellos demanda del oponente es una adhesión, más o menos condicionada, a sus propias prioridades.

Segunda instantánea. Mismo día, muy pocas horas después. En el Senado, una de las dos instancias de la rama legislativa del Gobierno norteamericano (en Estados Unidos, los tres poderes constituyen ramas de un mismo Gobierno, de un mismo árbol; otra lección). James Baker, ex secretario de Estado, en representación del Partido Republicano, y Lee Hamilton, ex presidente del Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes, en nombre de los demócratas, no sólo se volvieron a saludar, como tantas otras veces durante los ocho últimos meses, sino que dieron a conocer conjuntamente los resultados de un informe elaborado por una comisión independiente, que ambos han presidido, sobre el problema más desgarrador de la política de su país, la negra suerte de la guerra de Irak.

Tercera y última toma. Momentos antes. El presidente Bush, el Abominable Hombre del Petróleo, el responsable de todo el desaguisado, recibía a los diez miembros del Grupo de Estudios de Irak, admitía la «dureza» de algunas de sus 79 recomendaciones y se comprometía a estudiarlas con toda seriedad, y a ponerlas en práctica «en un tiempo prudencial». Cierto que el presidente norteamericano, metido en un atolladero de salida casi imposible, trataba de compartir ahora, para acabar con la guerra, una responsabilidad que no quiso convenir cuando decidió iniciarla, cuando el triunfo parecía al alcance de la punta de los fusiles; que Bush, en pocas palabras, estaba poniéndole a una necesidad imperiosa el aseado disfraz de la virtud. ¿Y eso es malo? Siempre será un recurso menos aventurado que enrocarse en la propia necesidad para convertirla en un vicio incurable. Como aquél en el que incurren quienes convierten su ansiedad por llegar a una meta determinada en una política de Estado.

Y una pregunta final. ¿Es imaginable en España una comisión independiente copresidida por, digamos, Manuel Fraga y Felipe González, impulsada por el presidente del Gobierno y aceptada por los dos partidos mayoritarios, para que elaborase recomendaciones sobre cómo mejor salir del atolladero en que se encuentra embarrancado el «proceso de paz», o cómo poner algo de orden en el pandemónium en que se puede convertir el reparto territorial iniciado en Cataluña? No, ¿verdad? Pues eso.

Al paso. Al parecer, no se puede hablar con el PP porque se ha echado al monte, pero sí con Batasuna, que no se ha bajado de él. (Gracias, Rogelio, por la materia prima de la que se extraía esta lamentable paradoja).

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