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Rebelión en el gueto de París

La ola de disturbios en los barrios marginales de París cuestiona no sólo la política de integración francesa sino también el papel de los líderes de la pujante comunidad musulmana

La barrera entre el cielo y el infierno no es infranqueable. En París, basta

una estación de metro, la que separa a Chateau Rouge de Barbés Rochechouart, para pasar de la pasarela de brillantina al zoco, de Occidente a Oriente. En barrios como Barbés se elabora el caldo de cultivo de la protesta contra el sistema, que esta semana estalló en la periferia de la capital.

El reparto de comunidades étnicas en París está, como en la mayor parte de las grandes capitales occidentales, bien definido. Chinos, vietnamitas, judíos, árabes y negros subsaharianos se concentran al norte y al sur de la capital francesa. Pero sólo los barrios magrebíes conocen una expansión demográfica imparable. Y sólo nombres como Barbés, a los pies de la colina de Montmartre, hacen respingar a los parisinos europeos.

Salir de la estación de metro que lleva su nombre es emerger en pleno zoco africano, con el decorado de las fachadas de un viejo barrio de París como impresas en cartón piedra. Las prevenciones y consejos imponen la sugestión de que cualquier contacto con la abigarrada muchedumbre de peatones árabes y subsaharianos, en algunos tramos del «boulevard» de Barbés, puede tener un final desgraciado para la cartera.

Pero la vida diurna es ruidosa y de sobresaltos ordinarios. Es al caer la noche cuando la barrera cae, y el barrio se convierte en uno de los epicentros de la droga, el robo y la prostitución organizada. París «à la nuit» tiene dos caras, pero sólo se vende una a los millones de turistas que acuden durante todo el año a esta ciudad.

Inseguridad y desempleo

El sentimiento de que el aumento de la población de origen magrebí en Francia está relacionado con fenómenos como la inseguridad y el desempleo late en cualquier conversación con un parisino europeo, aunque Jean-Marie Le Pen asuste a muchos, y a unos pocos les parezca un personaje histriónico.

Las nueve últimas noches de violencia en algunos barrios deprimidos de la periferia de París, habitados en su mayoría por musulmanes de origen magrebí, con su corolario de vandalismo y violencia en los choques con la Policía, parecen dar la razón a los agoreros. Unos, critican el estrepitoso fracaso del modelo de integración francés. Otros aplauden el grito de alerta del líder del Frente Nacional, Jean Marie Le Pen, que afirma sin matices que Francia está siendo atacada por las «hordas extranjeras».

La brutalidad del discurso de la extrema derecha contra la población magrebí y subsahariana no aparece en el resto de la clase política francesa. Pero empaña, con más o menos intensidad, todas las propuestas sobre los dos problemas tabú enconados desde hace muchos años en Francia: la inseguridad y la falta de integración, voluntaria o impuesta, de cinco millones de franceses musulmanes.

El islam en París tiene una cara amable, maquillada para el disparo de las cámaras fotográficas. Es el islam de la Francia oficial, pacífico, piadoso y colorista. La mezquita de París, su buque insignia, está controlada por la fuerte comunidad argelino-francesa y dirigida por Dalil Boubakeur, muy próximo al presidente Chirac. En la otra orilla se encuentra el islam de las barriadas pobres, de la marginación y la fascinación ante el discurso radical, donde esta semana ardió la revuelta. Muchos afirman que su espinazo político gira en torno a la Federación Nacional de los Musulmanes de Francia, controlada por inmigrantes marroquíes.

El ocaso de las instituciones

La integración oficial avanza. Pero la Francia real presenta un panorama muy diferente. Y es ahí donde incide el discurso, más o menos explícito, de los que piden un cambio neto de política. Muchos franceses musulmanes admiten por ejemplo que su cultura religiosa es una barrera para los matrimonios mixtos, porque impone a la francesa cristiana unos deberes muy pesados.

«¿Cómo vamos a promover -afirma un eslogan electoral del Frente Nacional de Le Pen- el papel de la mujer en la sociedad francesa y al mismo tiempo proteger el islam, que relega a la mujer a un segundo plano?». El mensaje tiene mucha carga demagógica. Pero pasa.

Como ha pasado la imagen mostrada esta semana por los «hermanos mayores» («les grands frères»), guardianes reales de los suburbios miserables de las grandes urbes francesas donde ni la Policía ni el Estado son capaces de imponer sus leyes. La mediación de los varones primogénitos de las familias de inmigrantes musulmanes, en su tarea de disuadir a los jóvenes violentos, ha permitido reducir los daños durante los disturbios. Pero a un alto precio político.

La intervención, reconocida por el mismo ministro del Interior, Sarkozy, de «les grands frères» musulmanes en el apaciguamiento de los disturbios al grito de «Allahu Akbar» (Dios es grande), y su papel de interlocutores ante los responsables policiales y civiles, es para muchos una señal clara de que las autoridades francesas han acabado por aceptar las nuevas reglas de juego que imponen los dirigentes naturales de la comunidad musulmana.

POR FRANCISCO DE ANDRÉS ENVIADO ESPECIAL

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