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ABC Cultural

Triste placidez

Toros de Salvador Domecq para los diestros Curro Díaz, Juan Bautista y Eduardo Gallo en la primera corrida de San Isidro

Triste placidez

La Fiesta de los toros es emoción, riesgo, fantasía, coraje, temor... Cuando se vive con una pacífica placidez, como esta tarde, por culpa de la flojedad de los toros —y, también, algo de los toreros— mal van las cosas. Los tres habían abierto la Puerta Grande de Las Ventas, alguna vez. Como canta Bob Dylan, habían estado «llamando a las puertas del cielo». Y les habían abierto. Esta tarde, en cambio, sólo Curro Díaz , con su estética, consigue levantar ovaciones y cortar la oreja al cuarto.

Los costumbristas madrileños retrataban con ironía afectuosa la emoción del aficionado, al comenzar la serie de corridas. En la misa —comenta Luis Taboada— no puede apartar de su cabeza la Plaza de toros. El hombre más grave se ha convertido en alguien comunicativo y jovial: «¡Qué ricas están estas patatas», le dice a su esposa, asombrada. Ella y la criada saben ya que va a haber toros porque lo han visto sonreír... Dirige a la portera un chicoleo y se dirige a la Plaza feliz, radiante de esperanzas...

Como en la película, «de ilusión también se vive». Así vamos nosotros, también, a Las Ventas, esta tarde, a la que seguirán otras treinta... Luego, sale el toro y lo descompone todo. Y un poco ayudan a ello también los diestros.

Hasta el cuarto toro, la tarde ha sido de calma chicha, un ejemplo perfecto de la llamada «Tauromaquia moderna», tan «light». Mientras los abonados se saludan, se preguntan por el invierno, por la familia, vamos anotando sinónimos sobre los toros de Salvador Domecq: flojea, se cae, se viene abajo, se derrumba...

El público sestea: ésta no es la «hermosa Fiesta bravía,/ de temor y de alegría...» que cantó Manuel Machado. Así, no cabe la emoción. Quizá, en algunas Plazas, estos toros hubieran servido para que les cortaran las orejas. En Madrid, con toros así, es muy difícil que se valore lo que hacen los diestros. Y tampoco ellos hacen demasiado...

Juan Bautista , en su primero, se muestra compuesto, correcto, pero sin estrecharse. Continúa perfilero, le engancha la muleta y el público muestra su impaciencia.

En el quinto, peor: con visibles precauciones, y lo mata mal. Es diestro pulcro pero frío. ¡Cuánta falta nos hace que surjan más figuras francesas! Pero éste no es el camino: ¿se pasa así por San Isidro?

El tercero, manso y flojo, casi sin picar, tiene un trote cochinero. Eduardo Gallo dibuja muletazos sin poderlos rematar, por lo feble del toro. Y, al final, se empeña en darle vueltas, embarullado.

Un sobrero mansote

El último es sustituido —¡por fin!— por un sobrero de Navalrosal, cinqueño, mansote, que se deja torear pero se apaga pronto. Gallo está voluntarioso pero no termina de acoplarse. Acaba poniéndose pesado con un arrimón que no tiene mucho sentido.

Curro Díaz es diestro de fina estética, valorada por el público madrileño. El primero se cae cinco veces (no sigo con la estadística por no aburrir). Curro hace una faena aseada, de buen estilo pero ninguna emoción.

En el cuarto, que también se cae varias veces, consigue la primera ovación grande de la tarde: torea con mucho gusto, acompañando con la cintura. Todo se queda en medios muletazos, el toro no permite más, pero con indudable torería. Pone él lo que le falta al toro: la chispa del toro bravo. Y lo mata de una gran estocada.

Ha sido la única emoción de la tarde: demasiada, triste placidez. Vamos a la Plaza a emocionarnos, a conmovernos, a levantarnos del asiento, no a sestear apaciblemente: por este camino no se va a ninguna parte.

Miguel Hernández , el gran poeta taurino, escribió: «Tristes guerras/ si no es amor la empresa: / tristes, tristes». Déjenme imitarlo: «Tristes tardes / si los toros se caen: / tristes, tristes». Paco Umbral añadiría solamente: «Pues eso».

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