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Kandahar

La cuna del hombre nuevo, el hombre del siglo XXI, hay que situarla en la ciudad afgana de Kandahar. Allí nació la fe del mulá Omar, el clérigo monoteísta que prohibió la diversión con cometas como quien prohíbe investigar con embriones. Y allí ha nacido el «glamour» del señor Karzai, que ya ha sido señalado por los diseñadores neoyorquinos como el hombre más chic del planeta.

El mayor acto de fe es cuando un hombre decide que él no es Dios, y todo indica que el mulá Omar llegó a esta conclusión el día que los Rangers llamaron a su puerta. Su reacción no fue premoderna. Al contrario. Si el mito de la modernidad es el progreso -el movimiento que genera movimiento-, el mulá Omar actuó como un ser progresista: arrambló con el dinero -porque el dinero, como descubrió Andy Warhol, posee una cierta forma de amnistía-, se subió a una moto y, muy torcido de un lado, como corren las motos, desapareció.

Para nuestro mundo centrista y piadoso, lo más chocante en un hombre de la fama espiritual del mulá Omar es lo del dinero, que, según la izquierda, sigue siendo una cosa muy mala, pero, según la derecha, sólo para el que no lo tiene, aunque en eso, precisamente, consiste el desafío del centro político: establecer un turno pacífico para el disfrute del dinero público, a fin de evitar dos cosas bien molestas, que son los pelotazos y las revoluciones.

Lo cierto, en fin, es que el mulá Omar tomó el dinero, sólo que, en vez de tomarlo en afganis -moneda nacional-, lo tomó en dólares: «In God we Trust!» También es cierto que salió corriendo, sólo que, en vez de hacerlo en íbice -animal autóctono-, lo hizo en moto, que viene a ser el equivalente tecnológico del sujeto trascendental activo por principio, es decir, lo más sagrado de la modernidad: el que va en moto comprende que está llamado a algo más que a una vida semianimal de peatón. En las mismas circunstancias, si la antropología no nos engaña, un caballero verdaderamente premoderno -pensemos, por ejemplo, en cualquiera de nuestros nacionalistas- no renuncia al afgani ni, por supuesto, al íbice. En cambio, el mulá Omar, subiéndose a la moto, se subió al proyecto de la modernidad, basado, como se sabe, en una utopía cinética: correr hacia ninguna parte.

Para «referente emblemático», sin embargo, la Izquierda Exquisita, que parecía tan esfumada como el mulá Omar, prefiere al señor Karzai, que tiene toda la pinta de estar pidiendo, además de dinero, un retrato de Tom Wolfe. De entrada, ha conquistado a la buena sociedad neoyorquina, que, según Wolfe, tiene dos principios: el primero es que la «nostalgie de la boue» -un romanticismo exótico, vitalista y pobre- siempre está bien; y el segundo, que la «clase media» -blanca o negra- siempre está mal. El señor Karzai, desde luego, satisface la «nostalgie de la boue» más exigente. Él es de Kandahar, pero se cubre con un manto que es de Mazar-i-Sharif y se toca con un gorro, el «karakul», que es de Kabul.

El «glamour» -expresión derivada de gramática- de tan cuidada «diversidad indumentaria» significa que los afganos deben construir una nación, según el informe prosopográfico realizado por el «New York Times», el mismo periódico que en su día ya logró advertir la trascendencia ecologista del gesto de Freddy Plimpton, que encargó a Jacques Kaplan, el peletero más progresista de la ciudad, una falda de pieles de gatos vagabundos. El «estilo Karzai» se completa, por lo visto, con un inglés perfecto, y tan cortés como el de Peter Sellers en «El guateque». Ténganlo en cuenta nuestros políticos, si han de volver a explicar el «patriotismo constitucional» en el programa de Larry King: además de una hábil combinación de paños catalanes, pañuelos andaluces, pañosas bejaranas, boinas vascas y botos de Valverde del Camino, hay que hablar en inglés.

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