Matalascañas, tan cerca

La playa más cercana a Sevilla, tan a mano para todo, ya constituía en los setenta lo que la fotografía de arriba nos describe. Un punto de encuentro muy popular, concurrido y festivo donde el veraneante conquistaba su cabeza de playa con las armas más rudimentarias de la escapada del fin de semana: sombrillas, mobiliario de aluminio y plástico y alguna que otra tienda de camping plantada sobre la rubia arena de Matalascañas. La fotografía tiene un no se qué de verano feliniano, donde se intuye, detrás de todo ese escenario playero, un elenco humano que escucha muy alta la música del transistor, que disfruta con el reparto de una sandía helada, que escancia sobre el gaznate un tinto de verano de temporada y que, a pié de playa, vigila, se sobresalta y chilla con la enorme goma neumática de un tractor de Hinojos que le sirve a la chavalería para pasar sus horas más deliciosas del verano. Es la imagen predesarrollista de un tiempo donde, quizás, el paisanaje de este país estaba predispuesto a cambiar. Y ese cambio corrió parejo al de esta playa que sigue teniendo por testigo de la fugacidad de las cosas la torre vigía que, año tras año, intenta desmoronar el Atlántico.
Paco Lola, guionista de Los Morancos y fundador del grupo Albahaca, recuerda que la primera vez que puso los pies en Matalascañas fue hace cuarenta años, en lo alto de un tractor con batea, desde los arenales del Rocío hasta la bendición amplia y azul de una playa virgen donde las dunas y los chozos de alquiler, componían su único paisaje. No había comunicación por carretera y hasta Matalascañas se llegaba por mulas o con tractores. Playa virgen, playa libre, playa de imborrable recuerdo. Pero recuerdo ya irrescatable, patrimonio del pasado, desde que, como en casi todo el litoral andaluz, el boom del desarrollo se comió dunas, vistas, playas, parcelas y paisaje para convertir el sueño de un ecologista en la fiesta prolongada y brindada de los que supieron sacarle al paraíso las plusvalías que pudieron y quisieron. Aquella playa sin pecado original dio paso a esta de la foto que popularizó los veraneos de los sesenta y setenta, dándole a la playa vecina del Coto Doñana el marchamo mesocrático que tiene.
Los signos externos del predesarrollo se los tragó la marea del bienestar. Ni seitas ni sandías. Ni gomas de tractor ni meybas made in Fraga en Palomares. Matalascañas ofrece hoy la postal, también popular, de una veraneo menos castizo y como más porcelanoso. La playa tiene servicios que antes no imaginaba y las señales externas del bienestar se manifiestan en muchas cosas. Quizás una de las más incómodas, los embotellamientos que se registran los fines de semana para salir de esta playa camino de la carretera del Rocío. En cualquier caso sigue teniendo el mismo poder de convocatoria de siempre y algo tendrá cuando tantos miles de veraneantes la bendicen con su presencia. Pastora Soler, Tomás Campuzano, Morante de la Puebla, Rafael Gordillo, El Perejil...Son rostros afamados de esta playa que, Paco Lola, disfruta cada año como si fuera la primera vez que la vió desde la batea de un tractor y que, cuando te quiere descubrir lugares para volverte loco el paladar, te recomienda el atún con tomate de Antonio El Pato, la fabada que hace El Peque en El Caña y el ambiente acalorado, chillón y de estrecheces taberneras de La Bodeguita, donde dice que te ponen la rubia más fría de Matalascañas. No es ni por asomo la Matalascañas de hoy aquella otra de chozos en la playa y perspectivas limpias en su horizonte. Pero tampoco somos nosotros los mismos. Han pasado los años, han pasado muchas cosas y, entre ambas fotografías que ilustran este texto, lo único inmutable, por ahora, es la torre vencida de esta playa que, involuntariamente, puede simbolizar cierta capacidad de resistencia para dejar de ser lo que alguna vez fue, pese a que no hay fortaleza que aguante las embestidas del dinero.
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