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el fotomatón

Ortega Cano, un maestro del cabreo

Ortega Cano paseando en bici por Costa Ballena hace unos días GTRES
Ángel Antonio Herrera

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Igual Ortega Cano no es un viudo de alma, pero algo hay en él del alma del viudo, un viudo quizá de sí mismo, que se buscó en los ruedos, y en la vida, y no sé yo si acabó de encontrarse. Los que sí le encuentran son los reporteros canallitas, a los que maldice en el castellano del Cossío. Ortega cumplió cárcel, por homicidio imprudente, y de la cárcel salió muy puesto de farmatint, con algo, en la estampa, de primo mal calculado de Manolo García. El personal, tan enterado de nada, ya avalaba que estábamos ante otro hombre. Como si no viniera de la trena dura, sino del spa. Pero ese hombre es un poco el de siempre, un maestro del hartazgo, un profesional de la pérdida.

Abandonó la cárcel de Zuera (Zaragoza) en junio de 2015, tras permanecer dos años entre rejas GTRES

Perdió a Rocío Jurado, perdió luego a su madre, Doña Juana, y se fue así quedando huérfano de mujeres, salvo Gloria Camila, la hija, y Ana María Aldón, que ahora casi va solicitando el divorcio por el rito del plató. Desde la muerte de Rocío Jurado, ha sido Ortega «presentes sucesiones del difunto», según el diagnóstico de Quevedo, un difunto muy vivo que a veces se pluriempleaba de Travolta de primetime, o salía en defensa propia a la arena de la telerrosa, donde a menudo le tutean como a un friki. José hace ya tiempo que sólo es Ortega Cano por rachas. Pero viene aguantándolo todo con perfil de estoque y empaque de tío antiguo que llora lo justo. A menudo, le han arrastrado como tema chollo de la prensa del corazón, que no tiene corazón, a cuenta de las trifulcas íntimas de su familia propia y la otra, los Mohedano, que aún existen. Menos torero, se le ha dicho a Ortega Cano de todo. Y tampoco es eso.

Ortega el día de su boda con Rocío Jurado el 17 de febrero de 1995. ABC

Durante un tiempo, nos parecía un hombre al borde de un ataque de infarto, hasta que le vino un infarto en forma de choque frontal en una carretera de deshoras, y hasta el infarto propiamente dicho. Eso no se venía venir, pero de algún modo sí. Quiero decir que nuestro hombre andaba envuelto en una suerte de rara fatalidad, entre marqués enfermo y galán sin romances. Le tuvo la salud en un susto, a él y a su familia inquietada, y era raro no verle con ese aire de ir o de venir siempre de un funeral, que era un poco o un mucho el suyo, aunque fuera el funeral de la esposa o la madre. Dejó el toreo, o quizá el toreo le dejó a él, y ha vivido pegándole capotazos al toro de la pena, aunque a veces se pusiera muy a gustito de Moët Chandon, como conmigo una noche, ya más bien remota, bajo los cielos insomnes de Mallorca.

Ortega es un torero de museo, y luego tiene una torería varia, que incluye un repertorio de medias verónicas para replicar sobre la familia. No peca de viudo alegre, sino de solitario que padece un luto de sí mismo, como si la última cogida fuera por dentro, que sí va. El tío aguanta, hasta que no aguanta más. Desde hace años, no es su temporada, aunque lo intente, mientras mira el futuro que le dan por la tele. Ya sólo queda que no le maten los miuras del infundio de los sálvames en hora punta.

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