Crimen en el paraíso: hablan los testigos del caso de Daniel Sancho
La isla tropical, uno de los destinos turísticos más populares del Sudeste Asiático, aspira a recuperar la normalidad tras el violento asesinato, que continúa muy presente
La alternativa de Daniel Sancho para esquivar la pena de muerte: «Puede aspirar a cincuenta años de cárcel»
«Vio en el asesinato una manera de escape»: el análisis criminológico de la mente de Daniel Sancho
El paraíso tiene vertederos. Una estrecha carretera sin asfaltar se adentra en la arboleda y el olor a goma quemada, al principio una sutil nota, crece con cada zancada hasta que las palmeras revelan un claro. En él, una cordillera de basura multicolor de varios metros de altura, envoltorios para deseos ya consumidos. Desde el centro, una chimenea elevada expulsa un humo negro que cubre el lugar como un espeso manto. La llama consume los plásticos y el asfixiante hedor contiene los matices de todo tipo de residuos en descomposición, el envés de una isla tropical consagrada al placer adulto.
Es la hora del almuerzo. Sentada en el suelo, Minh come a cucharadas un arroz con salsa que comparte con sus dos hijos y una compañera, ajena a la nube tóxica que les envuelve. Está acostumbrada. Sus vías respiratorias no protestan después de tantos años, no acierta a recordar cuántos, cribando desperdicios. Un empleo desagradable, exigente y repetitivo, pero sin demasiados sobresaltos, hasta que la semana pasada, al abrir una bolsa de plástico, Minh encontró un pie.
Para cuando las fuerzas de seguridad llegaron al vertedero, Minh había localizado también una pelvis. El reloj marcaba las ocho y media de la mañana del jueves 3 de agosto cuando semejante hallazgo puso en alerta a la policía de Koh Phangan. Nadie lo sabía entonces, pero el suceso había comenzado la tarde anterior, diez kilómetros al norte, en el interior de una villa próxima a la playa de Daar Salad. Allí, el cocinero español Daniel Sancho Bronchalo, de 29 años, e hijo y nieto respectivamente de los conocidos actores Rodolfo Sancho y Sancho Gracia, asesinó, descuartizó y diseminó los restos de su acompañante, el cirujano colombiano de 44 años Edwin Arrieta Arteaga, según él mismo ha confesado.
Vertedero de Koh Phangan donde aparecieron los primeros restos mortales de Arrieta la mañana posterior a su asesinato
Verdades enfrentadas
Dicho crimen superpone al menos tres relatos concéntricos; la especulación periodística, el testimonio de Sancho –el de Arrieta ha quedado para siempre silenciado– y los hechos, sobre un único escenario: la idílica isla tailandesa, uno de los destinos turísticos más populares del Sudeste Asiático. La señora Jeab regenta un hotel frente a este litoral harinoso de agua cristalina. Varios medios de comunicación apuntaron en un primer momento que el asesinato había ocurrido en una de sus habitaciones. «¡Son fake news!», exclama enfadada.
Un empleado, de nombre Thar, muestra grabaciones en las que puede verse a un cámara de televisión accediendo al recinto sin permiso a las dos y media de la madrugada anterior. Están hartos de lidiar con reporteros y curiosos. Y, lo más importante, del impacto que el rumor ha tenido en su negocio. «Mira todas las cancelaciones que tengo», protesta la señora Jeab mientras hace sonar una cesta repleta de llaves numeradas. Acto seguido, agarra una de ellas y la tiende entre desafiante y divertida. «Mira, ¿quieres quedarte en 'la habitación maldita'?». El ofrecimiento no solo pone a prueba su credibilidad a ojos del interlocutor, también la entereza de un mundo estrictamente racional. El periodista, claro, se ve obligado a aceptar.
Thar señala el resort de al lado. «Ahí fue». El flanco izquierdo exhibe una fila de chalets en construcción por obreros que se esconden del sol y no saben «nada, nada». El derecho, sus equivalentes ya completados: exclusivas villas con amplios techos y piscinas privadas, mucho más acorde con un estilo de vida privilegiado. A diferencia de las demás, la residencia del fondo ha perdido su número. Confirma la sospecha una cinta policial ovillada sobre la escalera de acceso. La distribución del único dormitorio contribuye a esclarecer la relación entre víctima y acusado, pues acoge dos literas de tamaño infantil y una sola cama de matrimonio. El baño es espacioso. Una gran nevera preside el salón.
Nadie contesta en las casas adyacentes y la recepción está cerrada. «El dueño no es tailandés, es un hombre de Dubái que vino a invertir», explica un empleado de una empresa de servicios turísticos de los alrededores. Él, como muchos otros aquí, posee una pequeña historia en la historia. «Un pariente que trabaja en un complejo cercano me contó cómo se encontró con él [Sancho] cuando regresaba con el kayak tras haber tirado algunos restos al mar». Y susurra: «Tenía un corte en la mano y le pidió que se lo curara». Y susurra más: «Es un secreto. No dijo nada a la policía porque tenía miedo de que se lo llevaran y no pudiera atender el negocio». Otros testigos oculares no recuerdan haber visto un corte en la mano de Sancho, y las fotos difundidas tampoco muestran vendaje alguno: la distancia, qué remedio, acrecienta las dosis de ficción.
Dolor familiar
Dicho kayak yace todavía sobre la arena de Daar Salad, aislado tras una cinta policial pero a la vista de todos los bañistas, cuyo plácido descanso veraniego continúa imperturbable salvo por la presencia de algún que otro equipo de televisión. Hasta la noche de autos, la embarcación era propiedad de Pio, una mujer que atiende un comercio a pie de playa, apenas unos metros más allá. «Vino a eso de las siete y media de la tarde [del miércoles 2 de agosto] con la intención de alquilar una piragua. Ya estaba anocheciendo, así que me negué». Narra el intercambio de manera atropellada, convertido ya en acontecimiento vital.
«Regresó a la media hora e insistió, y yo volví a decirle que solo alquilaba los kayaks de día. Él me respondió que lo necesitaba ahora porque quería ver la isla de noche desde el mar». A Pio le sonó razonable, pues de vez en cuando ella misma realiza esas excursiones nocturnas. Sancho parecía, además, «un buen chico», no cabía duda. Hablaron durante media hora. El cocinero le ofreció mil dólares en efectivo, y antes de que ella pudiera decir palabra depositó el dinero sobre el mostrador y dio media vuelta. Pio no se siente violentada. «Espero que no le condenen a pena de muerte, ¡es tan joven!», suspira.
El kayak que Sancho compró para arrojar al mar parte de los restos sigue acordonado en la playa de Haad Salad
Minutos más tarde, Sancho entraba al agua para arrojar los primeros restos mortales de Arrieta, cuyo cuerpo acababa de desmembrar. Un amigo de Monique, turista holandesa que visita Koh Phangan por primera vez, le vio regresar a tierra un rato después. «No era muy tarde, todavía quedaba mucha gente en la playa, no fue muy inteligente por su parte», incide. «Coincidió de nuevo con él en el desayuno a la mañana siguiente, entonces ya parecía muy nervioso. Luego se puso a pasear solo entre las rocas al final de la playa, mirando con detenimiento. Estaba buscando las partes del cuerpo, claro». La marea, en efecto, las escupió días después en ese mismo punto.
Para un padre, solo una cosa puede ser peor a que un crimen brutal acabe con la vida de su hijo: que él lo perpetre. Por eso Monique no puede dejar de pensar en Rodolfo Sancho. «Imagino que te preguntas, ¿qué he hecho mal?». Se despide sacudiendo la cabeza y regresa a la mesa con vistas al mar donde cena en compañía de su marido y dos chicas adolescentes.
Preso en el edén
El castigo de Sancho no solo comienza con su encarcelamiento en la isla vecina de Koh Samui, también en la contemplación del paraíso al otro lado de los barrotes. Podría pasar meses, años o décadas sin abandonar esas cuatro paredes: nadie lo sabe con seguridad. La acusación de asesinato premeditado implica una pena máxima de inyección letal, aunque el desenlace más probable augura que la sentencia final se limite a «unos cincuenta años», tal y como pronosticaba para ABC el penalista tailandés Chirawat Khunyotying. De resultar, en efecto, un crimen alevoso, Sancho sumaría a su perversidad la estulticia, por haber elegido un país como Tailandia donde quitar una vida puede pagarse con la propia, sin tratado de extradición con España y con centros penitenciarios famosos por sus condiciones insalubres.
Desde su ventanuco, quizá alcance a ver la negra cicatriz de asfalto que interrumpe las palmeras, repleta de estudios de tatuajes, gimnasios de artes marciales, salones de masaje, barberías e incluso dispensarios de marihuana desde la legalización de su uso recreativo en 2022. Un vergel domesticado para complacer cualquier necesidad del extranjero. Los 230 kilómetros cuadrados de Koh Samui acogen a 70.000 habitantes y 2,7 millones de turistas al año. No solo caucásicos: los carteles lucen en chino y en cirílico, y los aviones aterrizan repletos de rusos cuyos desplazamientos carecen de muchas alternativas.
«Ya venían antes de la guerra de Ucrania», cuenta Lara, una parisina que hace seis años abandonó la gran ciudad para abrir un pequeño hotel en la isla. Su alojamiento no queda muy lejos de la cárcel, y no sería la primera vez que uno de sus huéspedes pone rumbo directo allí. «Hace tiempo apareció un belga que tenía a su hijo arrestado por un tema de drogas», rememora. «Traía un montón de dinero para solucionar el entuerto, aquí a veces las cosas se arreglan así. Se quedó un par de noches y desapareció, no sé qué paso al final».
Aquel episodio le conduce al caso Sancho. «Todos los problemas suelen estar relacionados con las drogas, no estamos acostumbrados a crímenes tan sangrientos». Aunque recuerda cómo hace unos meses apareció un torso en la playa. «Las autoridades llegaron a la conclusión de que había sido un suicidio», concluye, arqueando las cejas. El entorno, así, prosigue bello e impasible. No recuerda, o a veces lo hace de manera equivocada. Por eso la justicia es cuestión humana. Y a diferencia de un vertedero, bien visible.
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