El poder de la estampita
Lidia Jiménez, profesora de Periodismo de la Universidad CEU San Pablo, recuerda en este artículo la importancia de la transmisión de la cultura familiar a las nuevas generaciones
Según la autora, «la fe crece si crece la familia»
En un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos hay una casa vacía. De la chimenea cuelga una catarata de rosarios, de varios colores, materiales y procedencias. Pertenecían a mi abuela, que ya no está. Aunque los misterios siguen ahí. Dolorosos.
En el salón de la casita, recién blanco, todo parece nuevo, pero las vitrinas destilan pasado. Los recuerdos siempre envejecen y el amor no se puede pintar. Allí descansan decenas de estampitas de Inmaculadas, Nazarenos, Cristos crucificados, yacentes, Papas de varias épocas y todos los santos y las santas posibles.
Conviven en armonía la Piedad de Miguel Ángel, la Virgen del Rocío, la madre Maravillas, santa Teresa de Jesús, Juan Pablo II, San Agustín o San Antonio bendito (como ella misma repetía mirando al cielo).
En la mesa con faldillas donde nos sentábamos al brasero también descansan reliquias. En una pared, la Virgen de las Nieves, quizás su favorita, esculpida en baldosines de cerámica y, al subir las escaleras, silenciosas esculturas de bronce llegadas de Roma, Fátima o Czestochowa.
En ese museo diminuto, que en mi infancia era el mundo entero, fui creciendo con la alegría de sentirme querida y el desconcierto propio de la realidad. Allí fui recolectando esas experiencias cotidianas, casi invisibles, que acaban conformando nuestro riego sanguíneo.
Hace unos días me pidieron que escribiera sobre el próximo Congreso Católicos y Vida Pública que la universidad CEU San Pablo, a la que pertenezco, celebra del 18 al 20 de noviembre. El tema es 'Proponemos la Fe, transmitimos de un legado'. Y pensé en algo tan obvio que a veces se nos olvida: la Fe crece si crece en familia.
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Infancias de montañas nevadas, pinares históricos y misterios del rosario. También los gozosos. Mi hijo tiene ahora cinco años. Vivió el gran privilegio de convivir con aquella señora en un pequeño pueblo de Gredos, donde jugaba con rosarios y estampitas. Recuerdo, incluso, que ella le enseñó a santiguarse. El otro día, sin conversación previa, dijo: «Mamá, hay muchas religiones y muchas cosas…». Yo asentí. Y entonces añadió: «Pero yo solo creo en Jesús». Me pareció ver la sonrisa de mi abuela. Y pensé: «Estaba claro».
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