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Palamós y échame un Capote

La barraca de Salvador Dalí y la suite dedicada a Ava Gardner en el hotel Trias conforman la historia de uno de los escondites de la Costa Brava

Palamós y échame un Capote abc

sergi d doria

Si quieren experimentar algo parecido a la «ataraxia» de los filósofos estoicos, caminen frente al mar por el paseo que discurre desde la Torre Valentina de Calonge -pétreo vigía de cuando la costa ampurdanesa era asediada por corsarios-, hasta el puerto de Palamós. En el hotel Trias cocinan una paella a la manera de María Trias, la valerosa mujer que hizo que el hotel resurgiera de sus cenizas tras los bombardeos de la Guerra Civil.

A finales de los cincuenta, Madeleine Carroll devino en la gran propagandista de ese diamante, todavía en bruto , que era la Costa Brava. Robert Roark, columnista del «Washington Post», hizo caso a la actriz británica y se instaló en esa población de fábricas de corcho, puerto mercante y pescadores por el que pasó Cervantes con la comitiva del cardenal Acquaviva: describiría aquella playa en «La Galatea». El sol rojizo de los crepúsculos de Palamós hipnotiza como las poderosas gambas que se subastan en la Lonja. Con esas bondades no es extraño que fueran llegando visitantes ilustres.

Podemos seguir, por ejemplo, el rastro de Truman Capote, ahora que se cumplen noventa años de su nacimiento y treinta de su muerte. Aconsejado por Roark, el escritor regordete y bajito de voz aflautada arribó a Palamós la primavera de 1960. Como cuenta Màrius Carol en «El hombre de los pijamas de seda», Capote apareció en el hotel Trias con su compañero Jack Dunphy, un viejo bulldog, un caniche ciego, una gata siamesa, veinticinco maletas y cuatro mil folios con acotaciones del asesinato de la familia Clutter en Kansas. Nada más y nada menos que el corpus de «A sangre fría».

Alojado en el séptimo piso del hotel, habitación 705, el Capote de Palamós tenía poco que ver con el de Manhattan: nada de «parties». Más transpiración que inspiración. Un escritor en pijama de seda con la obra y la pena -capital- de su vida. No todo era reclusión: no faltaba algún «destornillador» (vodka con naranja) en el bar del hotel que ahora lleva el nombre de Robert Roark, ni el tablao flamenco de La Pañoleta que montó Albert Puig Palau -el «tío Alberto» que cantó Serrat- y donde debutó La Chunga.

Capote pasó tres primaveras y veranos en Palamós. Del hotel Trias se trasladó a una casa en la plaza de la Catifa frente a la playa repleta de «llaguts ». Una placa recuerda la impresión que esa proximidad producía en el escritor: «Este es un pueblo de pescadores, el agua es tan clara y azul como el ojo de una sirena. Me levanto temprano porque los pescadores zarpan a las cinco de la mañana y arman tanto ruido que ni Rip Van Winkle podría dormir...» (Protagonista de un cuento de Washington Irving, Van Winkle duerme veinte años bajo la copa de un árbol).

Instalado en una mansión frente al mar en Cala Canyers, el 6 de agosto de 1962 Capote fue a comprar los periódicos a la librería Cervantes y un titular le abofeteó: era el día que murió Marilyn. De repente, el último verano.

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