Sara y Gina, los dos amores de Alfredo Di Stéfano
El biógrafo de la «Saeta Rubia» recupera fragmentos inéditos de sus memorias para desvelarnos cómo era su intimidad. Él fue quien le presentó a Gina González

El pasado viernes, ese 4 de julio de 2014, hablé por última vez con Di Stéfano . Le llamé para felicitarle en su 88 cumpleaños. A su hija Silvana le escuché decir: «Papá: es Luis Miguel González». Se puso al teléfono: «¿Qué querés, González?». A los pocos segundos, con la voz algo tenue, me respondió: «Gracias, querido, por acordarte de mí. Me encuentro algo mejor de mis dolencias, aunque tengo que seguir teniendo mucha paciencia. Apenas salgo a la calle, querido. Vente un día a mi casa y conversamos».
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Aún emocionado cuando recuerdo este breve diálogo, se me viene a la memoria la primera vez que hablé con este inconmensurable futbolista, que también lo era como persona por la humanidad con la que caminaba por la vida , la cual comprobé en numerosas ocasiones en el pequeño despacho que tenía en la Asociación de Veteranos del Madrid, de cuya entidad ejerció como presidente desde que se fundó allá por 1951, o en su hogar madrileño. «Yo al Madrid volvería hasta de jardinero», solía decir. Se ha escrito y se ha hablado mucho de este mito mundial como el hombre que logró que el Real Madrid fuera idolatrado en todo el universo. Sin embargo, sobre su vida personal son pocos los episodios que se han descubierto. He aquí algunos de ellos.
Sara, el amor de su vida
Tras su primer año en el Millonarios, volvió a su tierra natal y contrajo matrimonio con Sara Freitas. Una boda que Di Stéfano así resumió: «Llegaron las vacaciones y regresé a Buenos Aires. A Sara, mi novia, la dije que comentara a su familia que nos íbamos a casar. El 5 de enero de 1950 nos casamos y el día 15 de mismo mes regresé a Bogotá junto a mi mujer. Fue una ceremonia muy sencilla y humilde». Respecto a cómo transcurrían los días en la capital de España, tras fichar por el Madrid en 1953, Alfredo hilvanó estas frases: «A veces llevaba a la familia al cine o a cenar, pero no era muy frecuente. Fue mi señora la que prácticamente tuvo que sacar adelante el hogar y los niños , apechugar con toda la banda. Ella era la locomotora y nosotros los vagones. A veces algún hijo enfermaba y mi mujer no me lo decía para no preocuparme. Si había una cena acudía, pero volvía temprano y a la cama. A la mañana siguiente a las ocho estaba en pie. Me cuidaba mucho. Si no lo haces no llegas a ningún lado. El cuerpo tiene una medida y sólo un tarzán puede andar por ahí cuatro o cinco días seguidos de fiesta».
El día que cumplió 84 años me confesó: «Veo la vida con preocupación. A esa edad te das cuenta que estás cerca del cajón y el de arriba te puede llamar cuando menos te lo esperas, pero yo no le doy juego ni pelota porque tenga alta el azúcar, problemas de corazón, de la columna… Procuro reírme, divertirme lo más posible y seguir tratando bien a todo el mundo, aunque más de uno no se lo merezca. Miro con alegría todo el pasado y me acuerdo mucho de mis padres, de mi hermano, familiares, amigos y, sobre todo de mi mujer, Sara, con la que fui muy feliz durante 56 años».
Alfredo se consolaba con sus amigos: « Tengo un grupo de mi edad que nos reunimos un día a la semana a almorzar. Somos la Peña de los Viejos Verdes y a todos, aunque hemos envejecido, nos funciona el cerebro fenomenal».
«Yo jugué en Costa Rica»
En la incipiente primavera de 2002 conocí a Gina González (37 años). Trabajaba en la Fundación del Real Madrid y me la presentó Miguel Ángel Arroyo, entonces director general de la citada Fundación. Nacida en Costa Rica, colaboraba en la revista de esta entidad madridista, de la que fui director. La joven costarricense también trabajó en la Sección de Fútbol. En 2006 terminó su relación con laboral con el club.
Un año después, con motivo de realizar una biografía sobre Alfredo Di Stéfano que se presentaría en febrero de 2008, en el homenaje que le tributó la UEFA a «La Saeta Rubia», el señor Arroyo me dijo: «Si te parece, vamos a recuperar a Gina para que ayude en la elaboración del libro. Tú entrevistas a Alfredo y ella que te transcriba las cintas». Transcurría el mes de septiembre de 2007 y, una mañana, Di Stéfano nos recibió en el despacho que tenía en la Asociación de Veteranos del Madrid. Le presenté a Gina y nada más saludarse, Alfredo la dijo: «Yo jugué en Costa Rica, en el año 1961, contra el Saprisa». Gina respondió: «Mi padre fue presidente del Saprisa».
Aquella fugaz presentación iba a a generar un largo noviazgo . Al día siguiente de haberles presentado, la costarricense le llevó un pequeño ramos de flores y un paquete de café de su tierra natal. Aunque la misión de Gina era la transcripción de las palabras que le grababa a Alfredo Di Stéfano, todos los días iba a verle a su despecho. Un día, Di Stéfano me dijo: «La estoy cogiendo cariño a esta mujer. Se preocupa mucho por mí y, de vez, en cuando nos vamos los dos a almorzar. Además es latinoamericana y yo, a la mayoría de los que han nacido en América del Sur, les tengo un gran afecto».
Gina cogió tanta confianza con el Presidente de Honor del Madrid y de la Asociación de Veteranos que la consideró su secretaria, representante, jefe de prensa…, retribuyéndola con las entrevistas que le conseguía en España o en el extranjero y llegando a entrar en la Asociación de Veteranos como aires de mando. Llegó un momento que, ante el asombro de más de un veteranos, entre ellos su íntimo amigo José Emilio Santamaría, las relaciones con los que fueron sus compañeros de fatigas en su etapa de jugador del Madrid, se deterioraron. Es más: era tal el amor que sentía por el mítico jugador que, en uno de sus brazos, Gina se grabó un tatuaje que rezaba: «La Saeta Rubia».
Vetada en el club
Cuando llegaba a la puerta 44 del estadio Santiago Bernabéu, uno de los vigilantes llamaba a la Asociación diciendo que allí estaba Gina González. El club, en vista de que, en ocasiones, su comportamiento no era el más adecuado en sus diarias visitas a dicha Asociación, dio la orden de que no podía volver a entrar a la entidad. El día que esto ocurrió llamó por teléfono a Di Stéfano al móvil y le dijo que no la dejaban pasar a verle. Alfredo Di Stéfano montó en cólera, dio un puñetazo en la mesa de su despacho, y se marchó diciendo: «Si no dejan entrar a Gina, yo tampoco volveré». Días más tarde, un alto dirigente del Madrid ordenó que la volvieran dejar pasar a la entidad. El mismo dirigente que me comentó: «No podemos hacer nada al respecto porque respetamos y queremos mucho a Alfredo. Además, tanto el presidente como yo, pensamos que el cariño que le da esta chica a Di Stéfano no sólo le tiene muy ilusionado, sino que le hace revivir . A su edad, Alfredo necesita mucho cariño».
El resto de la historia es de sobra conocida. Alfredo solía decir: «Soy de los que pienso que la felicidad perfecta es ver amanecer cada mañana. Mi único gran miedo es la muerte, aunque me gustaría morirme sin darme cuenta. A veces, por la calle, había señoras que se paraban y me decían: “Alfredo qué guapo estás”. Las señoras tenían ochenta u ochenta y dos años y siempre pensaba; “Cuando tenía treinta años ninguna me decía nada”».
Luis Miguel González es biógrafo de Di Stéfano y autor de «Las entreñas del Real Madrid [La Esfera]»
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