(Foto: ABC)
Sentimos romper el tópico feliz de tirarse al sol y descansar en la playita como paradigma del verano balsámico y reparador. Ese que sirve para cargar las pilas. En Gaza, lo que querría la población en vacaciones es poner tierra de por medio, como todo el mundo, y evadirse un poco de su (mísera) realidad. Largarse aunque fuera un fin de semana a Jerusalén o a Nablús a visitar a los suyos. Los más pudientes, -ese ambiciado club del 60 por ciento que todavía tiene empleo-, quizás cruzar a Egipto o volar a Dubai, el top ten del sueño estival de los palestinos de la franja.
Pero no. De esta cárcel al aire libre de 360 kilómetros cuadrados no se sale y, si los más jóvenes o alguna familia se pasan por el Mediterráneo, es porque es gratis y no hay otra cosa. "¿Qué hacemos en casa?, ¿ver la tele?... es todo el rato lo mismo, ¿ver las noticias?, todas son malas. ¿Qué queda?, pues la playa", se responde Ahmed, taxista y padre de tres hijos. Y ahí estará esa opción hasta el 11 de agosto, fecha en la que este año comienza el Ramadán. No porque a partir de entonces esté prohibido ir al mar, sino porque cualquiera aguanta los 40 grados sin poder beber una gota de agua en todo el día.
Bien mirado, además la de Gaza es la antiplaya. Está contaminada. En el tramo entre la capital y Deir el Balah, el hedor del vertido de aguas fecales no deja respirar. La costa está llena de basura. Aquí las mujeres no vienen a ponerse morenas. Las pocas que aparecen lo hacen para estar pendientes de sus hijos sentadas en la arena, la mayoría tapadas de tobillos a cabeza. Por supuesto ninguna viste un traje de baño, solo las niñas muy pequeñas aligeran su ropa y utilizan camiseta y pantalones para meterse en el agua. Hubo un tiempo en que una playa se cerraba los martes para el uso de las señoras, pero aquello se acabó. La playa es
básicamente un reducto masculino, chicos y hombres, que si acaso juegan a la pelota y fuman shishas.
Lo más parecido a la diversión son los clubes de surf. En Gaza funcionan dos, minoritarios, que ofrecen de vez en cuando la imagen surrealista de ver a jóvenes vestidos de neopreno, tabla en mano, entrar en las olas. El precursor de esta práctica fue Mahfouz Kabariti. Aunque suene rocambolesco, es presidente de la Federación de Deportes Náuticos de la franja. En su casa atesora un pequeño barco de vela construido con sus propias manos, con el que suele salir a navegar. Con mucho cuidado, porque no puede separarse más de tres millas de la costa. Las patrulleras israelíes están al acecho.
Con todo, la escapada a la playa no está al alcance de todos. Hay niños del campo de refugiados de El Burej o de Beit Hanun, en el norte, que nunca han visto el mar que se abre a menos de 10 kilómetros de sus casas. Para algunos pequeños, los más excitante del verano es participar en los campamentos de Hamás, donde aprenden a empuñar armas, o en los de la ONU, donde de vez en cuando se sufre un ataque de Hamás. Eso sí, en ellos tienen oportunidad, casi por única vez en su vida, de pegarse un chapuzón en una piscina hinchable.