Luis Ángel De la Viuda
Durante casi ocho años, 1957-1966, mi trabajo más asfixiante y peligroso como periodista de la revista SP era la atención y cuidado de los textos del semanario frente a la dura, caprichosa y desquiciante censura de Prensa que se padecía en España desde la Guerra Civil. Primero, como auxiliar de redacción, luego como redactor y finalmente como redactor jefe, al ilusionante trabajo de hacer semanalmente una revista que intentaba ser moderna y periodísticamente heterodoxa, era inevitable enfrentarse con la dura carga de enviar a la censura cuatro pruebas (galeradas) de los textos que recogía la revista sin excepción, desde la fecha de publicación hasta las clasificaciones de fútbol.
Aunque parezca increíble, también estos textos en un caso recibieron la admonición del truculento censor de turno, pues en la denominación de un equipo de futbol catalán, España Industrial, por necesidades de ajuste el redactor escribió España I., y me fue advertido que pusiéramos el nombre completo, pues podría confundirse con la emisora pirinaica, España Independiente.
Años de oscuridad
Fueron unos imborrables años de oscuridad y desesperación, consumiendo días y semanas en trámites asfixiantes y en discusiones inútiles con la pared del censor de turno, que a veces terminaba en la decisión inapelable del Director General de Prensa -llámese Juan Aparicio, Juan Beneito o Adolfo Muñoz Alonso- que caprichosamente trastocaba el contenido de un número y siempre el ajuste fino de un artículo, de una información, de un reportaje y a veces de un pie de foto. Este antecedente de tiempos que nunca pueden ser recordados sin el desolado sabor de la injusticia, explica la esperanza que los que no habíamos vivido tiempos de normalidad y responsabilidad depositamos en la Ley de Prensa de 1966.
Marcó un hito para la gente que ejercía el periodismo desde el rigor del carnet de prensa
Por primera vez, tras la convulsión terrorífica de la Guerra Civil, los que entonces hacíamos Periodismo teníamos posibilidades de asumir la responsabilidad de lo que, desde nuestros pensamientos, se reflejaba en blanco sobre negro como resultado de nuestros trabajos. Las negras covachuelas del Ministerio de Información y Turismo, primero Montesquinza y después en la entonces Avenida del Generalísimo, se cerraban y cada uno -dentro de su riesgo y su responsabilidad, eso sí- podía escribir afrontando los muchos peligros que la propia Ley de Prensa planteaba.
Enseguida apareció la sombra inquietante y difusa del artículo 2 de esa Ley, con la amenaza de la sanción, del secuestro y la proximidad del Tribunal de Orden Público por el que unos voluntariamente y otros, a nuestro pesar, tuvimos que pasar y vernos sometidos a un duro juicio de intenciones y a una perturbación en nuestra vida personal y profesional.
Pero, insisto, la Ley de Prensa supuso un paso decidido y arriesgado por parte del ministro Fraga de cara a un nuevo y tuitivo concepto de la libertad, lleno de meandros, de trampas y, también, porque no, de irregularidades legales que posibilitaron una apertura del Régimen que contó con la enemiga frontal de los talibanes de entonces.
En RNE descubrí su áspero talante, su tensión y la exigencia para sus colaboradores
En el verano de 1962, Fraga llegó al Ministerio de Información y Turismo sustituyendo a Gabriel Arias Salgado, gran teórico del pensamiento interventor de los medios de comunicación, que había resistido unos últimos años de embate de liberalización económica, que para nada habían afectado a la Prensa y a la radio. Con el nuevo ministro se abrió una liviana esperanza y los aires renovadores llegaron a todos los sectores del mundo de la comunicación, y habría que recordar aquella famosa anécdota de un espectador en un espectáculo medidamente erótico de Barcelona, que en plana representación gritó entusiasmado: «¡Viva Fraga!»
Efectivamente, aquella explosión de contenido entusiasmo señaló un camino que se fue ensanchando, siempre con la amenaza implacable y con reiteradas víctimas del ya citado artículo 2. En todo caso, la Ley de Prensa marcó un hito para las gentes que, como yo, habíamos llegado al ejercicio del Periodismo desde el rigor implacable del carnet de prensa y la sensación de que aquella censura no presentaba visos de cancelación y de reforma.
De octubre de 1968 a diciembre de 1969, en mi condición de Director de los Servicios Informativos de Radio Nacional de España, trabajé cerca del ministro Fraga, descubrí su áspero talante, su permanente tensión personal y la exigencia para sus colaboradores. Siempre le contemplé de lejos, pues no era fácil sentirse desinhibido en su presencia, y todavía recuerdo una bronca más que regular que me gané por una pregunta que él entendió como inoportuna en la coyuntura de la proclamación del Estado de excepción como respuesta a unos conflictos laborales y alteración de la calle.
Respeto y lealtad
Mi experiencia personal con Fraga me aconsejó el respeto y la lealtad, pero nunca fue capaz de originarme, más allá de la admiración por su currículum académico y su entrega al servicio del Estado, calidez humana ni siquiera liderazgo profesional. Aunque la opinión sobre la significativa actividad política de Fraga les corresponda hacer a los analistas de la especialidad, a los doctrinarios de Derecho Constitucional y hasta los historiadores, sería una frivolidad por mi parte ignorar que el trabajo que él desarrolló en el franquismo primero, y en la democracia después, fue considerable y su balance positivo, desde la activación predemocrática en el tardofranquismo hasta el ejercicio de incorporar la derecha del Régimen a la democracia naciente, sin olvidar, claro, sus errores y algunos lamentables excesos.
Fraga es una figura histórica con la que acaba una determinada época de la Historia de España, que a mí me sirvió para olvidarme para siempre de las penas y peligros de una tenebrosa historia del periodismo español: la de la censura de prensa.
Fraga jura el cargo como ministro de Información y Turismo, ante la atenta mirada de Franco, en 1962 (ARCHIVO ABC)