(REUTERS)
Anna Grau
Existe una grabación del presidente Richard Nixon en la Casa Blanca diciendo en 1971 de Donald Rumsfeld: "Es un despiadado bastardo". Y lo decía en tono elogioso. También existe una foto de 1983 en la que, en calidad de enviado especial de Ronald Reagan a Oriente Medio, se le ve dando cordialmente la mano a Saddam Hussein, con quien se reuniría durante noventa minutos para discutir la jugada de cómo podía ayudarle mejor Estados Unidos a ganar la guerra con Irán.
Dicen las malas lenguas que todos los gobiernos necesitan un Donald Rumsfeld, "un dotado político-burócrata a tiempo completo, alguien en quien la ambición, la habilidad y la sustancia forman un todo", en palabras de Henry Kissinger, con quien sostuvo no pocas -y no poco enconadas- batallas palaciegas de esas que tienen un fuerte impacto en si por ejemplo el mundo se desnucleariza o no. Rumsfeld es el único que ha conseguido hacer parecer tímido a Kissinger.
A día de hoy, la impopularidad de Rumsfeld está tan bien asentada que existe el peligro de que su semblanza se convierta en cualquier momento en una caricatura. El Rasputín de la Administración Bush. El que llamó despectivamente "Vieja Europa" a todos los que se oponían a la guerra de Irak. El que empujó y empujó y empujó al presidente Bush a ir a la guerra de Irak y además le empujó a ir con bastantes menos soldados de los necesarios, para desesperación de Colin Powell. Y de la Historia. El responsable último del atroz trato recibido por los prisioneros de Abu Ghraib y Guantánamo.
"Estos actos se cometieron bajo mi tutela como secretario de Defensa. Yo soy el responsable de ellos", afirmó Rumsfeld con una fiereza que causó cierta admiración incluso a sus más firmes detractores. No es habitual que un político se haga responsable de decisiones tales como recomendar que la Convención de Ginebra no se aplique. O que a los presos ya sometidos a permanecer de pie y en posiciones dolorosas durante cuatro horas se les alargara el tratamiento a ocho o diez horas seguidas. La misma época en la que la máxima responsable de la prisión, la general Janis Karpinski, se escudó en supuestas instrucciones de Rumsfeld cuando se destaparon los escándalos.
Para el ala liberal americana Rumsfeld es el demonio, la encarnación de la falta de contemplaciones y de derechos humanos, y no descartan verle algún día frente a un tribunal, acusado de crímenes de guerra. Pero su cotización también cayó a la baja entre los más conservadores, que le acusan de haber hecho perder la guerra a Bush con su precipitación y su indiferencia a las relaciones públicas.
Aunque inicialmente el presidente había dicho que le mantendría en el cargo hasta el último día de su propio mandato, las críticas arreciaron hasta tal punto que Rumsfeld se vio obligado a presentar la dimisión alrededor de las elecciones de medio término de 2006, cuando los republicanos perdieron el control de las cámaras legislativas. Hay quien reprocha a Bush no haber aceptado la dimisión de Rumsfeld antes para detener la sangría electoral. ¿Verdadero culpable último de todos los males, o chivo en cierto modo expiatorio de errores mucho más colectivos? La guerra de Irak ha puesto un broche no precisamente de oro a una carrera política muy larga, que este mismo año verá la luz en forma de memorias. Si de verdad lo cuenta todo, pueden ser la bomba.