Medio siglo desactivando el terror
Años de 'jotakes' en los cuarteles, bombas 'lapa', chalecos adosados y munición de guerra para los artificieros de la Guardia Civil
Artificieros contra la herencia submarina de la Guerra Civil

«Para ser del Tedax hay que ser un poco terrorista», bromea José, antes de confesar su afición de infancia por los petardos. Igual que Juan Carlos, ingresó en los artificieros de la Guardia Civil en los 80. Una unidad, la de desactivado de explosivos, que ahora cumple medio siglo. En sus inicios, antes de contar con un curso propio, se formaban con los zapadores y artilleros del Ejército de Tierra. El primer traje y las primeras herramientas eran bastante rudimentarias, aunque alguna de ellas, como la caña de pescar con anzuelos para desplazar los paquetes bomba, ha tenido su evolución en la pértiga que aún emplean.
La protección es otra cosa. Su equipo completo ha pasado de una equipación corriente a sumar ahora 47 kilos, de los que 36 corresponden al traje –con placas de kevlar– y otros once al escudo. El resto del peso lo completa el casco. Las manos, siempre al aire. Saben que en caso de que algo salga mal, es poco probable que sobrevivan, por eso actúan en binomio y solo uno interacciona con el artefacto en la zona de riesgo. No hay mando que valga. Durante una intervención se imponen sus decisiones, por algo se juegan la vida y saben lo que manejan. «Somos el último recurso», apunta José.

Evolución en el uniforme de
los Tedax en la Guardia Civil
Año
1973
Casco blanco no integral, con una tira que lo sujeta bajo la barbilla
Uniforme verde
de material corriente
Chaleco con una placa que va sobre el pecho, con unas tiras que pasan por detrás de la espalda y llega por debajo de la cintura
Botas militares
corrientes, en
color negro
Año
2023
Casco de kevlar con ventilación forzada y cristal antiexplosión de policarbonato
Protección para
la columna
Chaleco ignífugo
refrigerante
Tirador para quitar
el traje con rapidez
Bolsillos para
herramientas
También cuentan con un escudo, negro, de gran tamaño y peso
Panel de
control remoto
Placas de acero
o cerámica
Refuerzo en
zona femoral
Bomba de agua
para refrigerar
el chaleco
Cubrebotas
de kevlar
Fuente: Elaboración propia / ABC / CG. Simón

Evolución en el uniforme de
los Tedax en la Guardia Civil
Año
1973
Casco blanco no integral, con una tira que lo sujeta bajo la barbilla
Uniforme verde
de material
corriente
Chaleco con una placa que va sobre el pecho, con unas tiras que pasan por detrás de la espalda y llega por debajo de la cintura
Botas militares
corrientes, en
color negro
Año
2023
Casco de kevlar con ventilación forzada y cristal antiexplosión de policarbonato
Protección para
la columna
Tirador para
quitar el traje
con rapidez
Chaleco
ignífugo
refrigerante
Bolsillos para
herramientas
Placas de
acero o
cerámica
Panel de
control
remoto
Bomba de agua
para refrigerar
el chaleco
Refuerzo en
zona femoral
Cubrebotas
de kevlar
También cuentan con un escudo, negro, de gran tamaño y peso
Fuente: Elaboración propia / ABC / CG. Simón
Para repasar la efeméride, el cuartel de la Benemérita en Barcelona albergó hace unos días una muestra sobre la evolución de la especialidad. De un rudimentario maletín de rayos X, al primer robot que emplearon, el 'Wheelbarrow', británico y testado con los artefactos del IRA. Lo ideó, en 1972, un teniente coronel, tras perder a ocho operadores. El avance les permitió trabajar con mayor seguridad, pero sus dimensiones y maniobrabilidad no siempre permitían sustituir la labor manual de alguno de los técnicos de desactivado de explosivos. Luego llegó el 'Miura', fabricado en España y equipado con una gran brazo delantero. Se maneja con un ordenador y actúa con una fuerza de prensión de casi cuatro toneladas. Después, el 'Mini Caliber', más ligero y de menor tamaño.

Si no existe riesgo para las personas, la directriz es no jugarse el pellejo, apunta José. Junto a Juan Carlos, integró el equipo Tedax que en 2001 se desplazó hasta Rosas (Gerona) por el atentado de ETA que mató al mosso Santos Santamaría. «El coche bomba iba cargado con 50 kilos de explosivos. Lo alcanzó un amortiguador», explica el segundo. En aquella inspección ocular, recogiendo restos, no consiguieron identificar la sustancia empleada.
Juan Carlos también recuerda al compañero que perdieron en marzo de 1992, cuando estalló un Fiat Uno en una carretera de Llissà de Munt (Barcelona). Fue una trampa de los etarras. Poco antes de las diez de la noche, un emisario de la banda terrorista informó de la inminente explosión de un Opel Kadett. También relató que habían encerrado al dueño de éste en el maletero del Fiat. Cuando los artificieros lo examinaban, estalló, y mató a uno de ellos: Enrique Martínez Hernández. Fue en esa misma localidad donde, solo unos meses antes, la Guardia Civil abatió a los cabecillas del comando Barcelona, responsables del atentado contra la casa cuartel de Vic, donde asesinaron a nueve personas, cinco eran niños. Otro agente, ya en la reserva, murió atropellado por una ambulancia cuando auxiliaba a los heridos.
El rastro de ETA
«Se desarticuló varias veces», recuerda José sobre el citado comando. Una de ellas, el 30 de mayo de 1991, precisamente, el día después del atentado de Vic, cuando los agentes de la unidad especial de intervención asaltaron un chalet de Llissà de Munt –donde casi un año más tarde matarían al tedax– para detener a sus integrantes. Dos etarras murieron y un tercero fue arrestado.

La última, en agosto de 2001, cuando la Guardia Civil detuvo a uno de los que había conseguido huir meses antes, Fernando García Jodrá, uno de los asesinos del exministro socialista Ernest Lluch. Se escondía en un piso de la calle Villaroel, en pleno Eixample barcelonés, donde los agentes localizaron 250 kilos de explosivos, pistolas, placas de matrículas falsas y material vario para la confección de artefactos. Solo un día después, el 26 de agosto, los agentes localizaron uno de los coches del comando en la plaza de Joanic, a unos 100 metros de la comandancia del Instituto Armado. Los artificieros abrieron el maletero con una explosión controlada (una carga-cebo), ante la sospecha de que pudiera portar explosivos. Finalmente, no fue así.
Entre los objetos de la exposición, munición de la Guerra Civil –que todavía encuentran y desactivan–, y granadas 'jotake', fabricadas por ETA a finales de los ochenta, con las que la banda atacaba las casas cuartel de la Benemérita. Para detonar, ilustra Juan Carlos mientras sostiene una de ellas, tenían que golpear contra el extremo delantero, por lo que fallaban muy a menudo. También la reproducción de una bomba 'lapa', las que se activan con el movimiento, y que habitualmente los etarras adosaban a los vehículos. La explosión se produce al cerrar el circuito con ampolla de mercurio exterior. Un temporizador les permitía colocarla y huir antes de la deflagración.

Solo hace cinco años de la desaparición definitiva de la banda, después de que en 2011, totalmente debilitada por la actividad policial, anunciase el «cese definitivo de su actividad armada». El nacimiento de los artificieros, en 1973, se debió, precisamente, al terrorismo. De hecho, por su función, es una de las unidades de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado con más víctimas mortales por este tipo de ataques. Ocho de los servicios de desactivación del Instituto Armado, y catorce de la Policía Nacional, según los datos del Ministerio del Interior.
«El mayor daño posible»
En el caso de los etarras, los artefactos, además de la carga explosiva, contaban con gran cantidad de metralla, «para causar el mayor daño posible», ilustra Juan mientras muestra decenas de pernos, de grandes dimensiones, en el interior de uno de ellos, una bombona de butano, ya inerte. A veces usaban también monedas e incluso cabezas de martillos.
A las granadas de mano, de fabricación casera –conocidas como granadas ETA–, con cuerpo de PVC y cargadas con pentrita, también adherían una espiral de acero como metralla. «Contaban con el apoyo de industriales de la zona, que les proveían de suministro», explica uno de los operadores delante de una de ellas, en la exposición.

A la amenaza de ETA le ha seguido la del yihadismo. No tan reciente como se cree, ya que el primer ataque en España data de 1985. Un atentado en el restaurante 'El Descanso' de Madrid, con 18 muertos y 85 heridos. Ahora, una de esas intervenciones donde no se puede sustituir la labor manual de los técnicos, sería, entre otras, la desactivación de un chaleco bomba, ilustra Juan Carlos, mientras sostiene unas pinzas y la placa que se utiliza para poder maniobrar con el artefacto y evitar su detonación.
Transacciones sospechosas
Tienen que ir un paso por delante. Su tarea no se limita a desactivar, sino a estudiar los avances en la fabricación de explosivos. Para detectar la compra de precursores existe un control de venta. Las alarmas saltan cuando, o bien no se justifica su uso –como el peróxido de hidrógeno (agua oxigenada) para peluquería–o las cantidades exceden las marcadas como uso doméstico. La ley obliga a las empresas a notificar cualquier transacción sospechosa al Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (Citco), dependiente del Ministerio del Interior. «El sistema de alerta salta si compras lo que no debes», advierte Juan Carlos. El problema es que este control implica, advierten los operadores, encontrarse con explosivos más inestables.
Entre las últimas operaciones de José, la Termes, por la que desmanteló, junto a sus compañeros, un taller clandestino con casi 500 kilos de precursores en Montmajor (Barcelona). Una masía aislada, donde un agricultor de 41 años que vivía con sus padres acumulaba media tonelada de sustancias químicas que había comprado por internet. Había montado un laboratorio clandestino, en el que ya había fabricado pólvora . Entre el material intervenido, el necesario para elaborar triperóxido de acetona, conocido como 'la madre de satán', que habitualmente emplean los yihadistas.
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