Alto el fuego en Líbano: algunas claves
«Aplaudo la decisión valiente de los líderes del Líbano e Israel para poner fin a la violencia. Nos recuerda que la paz es posible». Con esta expresión, más grandilocuente que real, el todavía presidente Biden anunció el 26 de noviembre el acuerdo alcanzado con ... Israel y Hezbolá -a través del gobierno libanés- para imponer un alto el fuego desde las 04.00, hora local, del día 27 de noviembre, que ponga fin al episodio de violencia que enfrenta a las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) con el grupo terrorista chiíta desde finales de septiembre de este año.
La entrada en vigor de la tregua abre un período de sesenta días en los que, sobre la base de la Resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU, Israel se retirará completamente del territorio libanés, Hezbolá moverá sus armas –las que le queden- al norte del río Litani, y las Fuerzas Armadas Libanesas (FAL) se desplegarán, junto con las de la FINUL, en el espacio entre el río y la Línea Azul para garantizar el cumplimiento de lo acordado y asegurar que Hezbolá no vuelve a utilizar la zona para hostigar a Israel.
El fin de la violencia, en sí mismo, debe ser bienvenido por lo que ahorra de sufrimiento a muchas personas no implicadas directamente en la guerra, que van a poder regresar a los hogares que tuvieron que abandonar apresuradamente y tratar de rehacer sus vidas. Equipararlo, como sugiere el presidente norteamericano, a la paz en la región, sin embargo, puede ser un tanto prematuro, y se antoja excesivo, por mucho que se anuncie como definitivo.
Podemos especular sobre las razones que han llevado a Israel a aceptar la iniciativa. En primer lugar, puede que lo haya hecho porque considere que Hezbolá ha sido ya suficientemente descabezada y desarticulada, y que el retorno que pudiera obtener de continuar con la ofensiva no va a compensar la erosión de una ya dañada posición internacional que, sin duda, sufriría aún más si la prosiguiera. El cese de la violencia, en estas condiciones, es aceptable para Israel, dejando claro, como ha hecho, que se reserva el derecho a reaccionar en defensa propia si constata que el grupo chiíta no está respetando lo acordado en el alto el fuego. En segundo lugar, el alto el fuego en el frente norte le va a permitir volver a poner el foco de atención en la franja de Gaza para liquidar cuanto antes lo que queda de Hamás, recuperar los rehenes que el grupo aún mantiene en su poder, y empezar a planear -si es que, como parece, no lo ha hecho aún- el futuro del territorio, para que no vuelva a convertirse en una preocupación de seguridad. Por último, y más importante, porque ello le permitirá concentrar medios con los que poder hacer frente a Irán quien, pese al desgaste de su disuasión, continúa siendo el principal enemigo de Israel en lo que, si no se evita, puede convertirse en una guerra que puede escalar al nivel de problema regional. Si así fuera, la paz -o el fin de la violencia, si se prefiere- no sería más que un recurso táctico para preparar otra guerra que, si llegara, sería aún más virulenta.
Con este movimiento, presentado como un triunfo, Biden parece buscar dejar tras de sí un legado de paz en Oriente Medio antes de la inauguración del nuevo presidente. Que lo logre o no, dependerá en cierta medida de lo que ocurra durante los sesenta días concedidos a las partes para abandonar la franja entre el Litani y la Línea Azul. La base sobre la que construir la paz -la Resolución 1701- es un tanto precaria. Mientras no haya cambios en la misma para dar a la FINUL un mandato más robusto, ni en la voluntad política del gobierno libanés para exigir a Hezbolá su cumplimiento, ni en la capacidad de las FAL para hacer cumplir los términos del mandato de la ONU, la tregua estará abocada al mismo resultado logrado desde el fin de la guerra de 2006: prácticamente ninguno.
La Resolución no ha cambiado. Lo diferente ahora es la supervisión directa de la tregua por una comisión internacional en la que se encuentran Estados Unidos y Francia, y que se establece para reaccionar rápidamente ante posibles violaciones. También es diferente la intención de fortalecer a las FAL -que desplegará inicialmente una fuerza de cinco mil hombres- en la ejecución de sus cometidos. Y también, la capacidad real, muy disminuida ahora, de Hezbolá para resistirse al mandato.
Estos cambios pueden ser decisivos. El progreso en el cumplimiento del mandato, sin embargo, durará lo que dure la voluntad internacional de sostenerlo. Sin ella -y está por ver cómo responderá la administración norteamericana que ocupe la Casa Blanca a partir de enero de 2025-, será cuestión de tiempo hasta que Hezbolá se reorganice, o hasta que aparezca algún otro movimiento que recoja la bandera de la lucha contra Israel. Si llega ese momento y el apoyo internacional a la frágil paz lograda ahora ceja, y a falta de una resolución del Consejo de Seguridad con más mordiente, la FINUL volverá a convertirse en un convidado de piedra que asistirá impotente, como ha hecho hasta ahora, a un nuevo recrudecimiento de las tensiones que podrá llevar a otro enfrentamiento armado como el que acaba de suspenderse o, incluso, a una nueva guerra civil libanesa si, en ese mismo supuesto, las FAL continuaran con su trabajo, comprometidas con la paz, y siguieran actuando como freno a la expansión de la resistencia armada a Israel.
Quién sabe si, como producto inesperado de la tregua, el liderazgo de Teherán, cuya estrategia se ha basado, tradicionalmente, en el uso de unos proxies bastante debilitados en estos momentos, se mostrará más conciliador y dispuesto a comenzar con buen pie el segundo mandato de Trump, y colaborará ejerciendo su influencia sobre Hezbolá para que respete los términos acordados. Si así fuera, Irán, en este momento de debilidad, abriría una pequeña rendija a la esperanza de lograr, entonces sí, una paz regional más duradera.
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