Los repartidores de tu pereza
BAJO CIELO
Explotando al esclavo hay mucho más margen. Pero tú no te preocupes que tu hamburguesa llegará caliente, aunque la pidas a las doce de la noche
El trayecto más difícil de los 'riders': «Como en la iglesia para subsistir»

De noche, los coches apenas circulan por las calles de la ciudad. Hace frío, y la niebla se pasea bajo las farolas amarillas dejando que todo se llene de una luz tenue invernal. Los semáforos suenan, pero nadie cruza la calle. Y esa melodía que ... mete prisa al ciego va empalmando su eco de una esquina a otra dejando una banda sonora de absoluta soledad. De pronto, tres o cuatro sombras aparecen, siluetas que deslizan el asfalto erguidas en una suerte de patinete inquietante. Parecen bailar sobre la calle, como si en vez de desplazarse navegaran por el suelo, tapados hasta la cabeza y dejando al descubierto un mínimo trozo de sus caras. Parecen jinetes de una banda que no entiende ni de frío ni de agua ni del calor que abrasará este piso en unos pocos meses. Son repartidores de comida rápida: los esclavos de nuestra pereza.
De un tiempo a esta parte, las grandes ciudades se han llenado de vagos. Y de cínicos. Los primeros se han acostumbrado a pedir en dos clics la cena que ya no se preparan. Los segundos miran para otro lado porque les parece fatal eso de la explotación cuando no les toca a ellos. Y todo por un par de euros. Que es lo que cuesta tener un mayordomo en estos tiempos en los que el frío abarata la voluntad. Y claro, cuando las cosas se hacen mal el camino se llena de trampas.
La consecuencia es el tráfico de 'riders', que les llaman. Uno se da de alta con un nombre que enseguida comercializa para que otro mas pobre piense que también puede llegar. Por una moneda le deja usar su cuenta y así puede hacerse otro perfil que también venderá a otro muerto de hambre. Explotando al esclavo hay mucho más margen. Pero tú no te preocupes que tu hamburguesa llegará caliente. Aunque la pidas a las doce de la noche.
También notarán como a las horas punta, las de trasiego, ruido y furia, estas bandas de repartidores se preparan a las puertas de las grandes cadenas para repartirse entre ellos nuestras ansiedades. Pero como somos insaciables, queremos que todo llegue rápido, que seamos los primeros en recibir lo nuestro. Y esto deriva en que cada vez haya más cocinas fantasma en lo que antes fueron talleres o naves. Allí, las grandes chimeneas anuncian el trasiego de un pedido nuevo cada dos minutos. Se alquilan espacios dentro de ellas, donde los cocineros empaquetan nuestra debilidad en un oído cocina que llega en forma de aplicación móvil. Diez, veinte, treinta empresas de comida rápida se reparten planchas y encimeras donde menos se lo esperan. Pero se adivina el trasiego de motos entrando y saliendo a esas horas en las que la calma debería ser el ruido de la calle. Pero no. El humo se escupe hacia arriba tan alto, que apenas nos damos cuenta de que han abierto otra cocina industrial para que tu pizza te queme un poco al probarla. Por un par de euros.
Adiós al bar de abajo
Si el repartidor consigue hacer 25 o 30 viajes le habrá merecido la pena. No llegarán al salario mínimo porque son ilegales los que usan las cuentas de otros. De esos que, siendo explotados, todavía pueden permitirse putear al eslabón más pequeño de esta cadena que somos como sociedad. Esa empobrecida plebe que se ha pensado que todo lo puede porque hay alguien que vive peor que tú que lo hace posible. En esta pena me acuerdo del bar de abajo. Ese que abría antes que tú te levantaras y cerraba más tarde. Ese que te daba media barra de pan si cerraban la panadería, el que te daba un mixto con huevo cuando estaba limpiando la plancha, el que encendía la cafetera después de limpiarla.
Nos hemos llenado de franquicias sin mirar por el retrovisor el daño que hacíamos a los nuestros. No hemos tenido en cuenta que, el día que se caiga la cobertura, no estarán allí para abrirnos la verja ni para dejarnos apuntar el café de nuestra prisa. Somos caníbales de nosotros mismos y miedo me da pensar en el día que no nos queden los bares de siempre. Lo estamos consiguiendo a golpe de clic. Pronto, seremos esos gordos de la película de Pixar que no podían levantarse del sofá ni para abrir a un 'rider'. Una de esas consecuencias que, por pereza, nos hace ser nuestro peor enemigo. Bajen al bar mientras puedan. Luego no digan que no se lo advertimos.
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