¡Aquí no hay playa! Calla, calla
BAJO CIELO
Madrid volverá a vestirse de largo. Y en el Real la gente buscará el ropero. Y la calle recuperará su elegancia. Son dos meses al año lo que dura este despropósito
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Madrid no tiene playa y eso es una realidad a celebrar. ¿Se imaginan lo que sería convertirnos en una Barcelona cualquiera, una Málaga, qué se yo, una ciudad como tantas otras en las que, en verano, el salitre y las piernotas camparan a sus ... anchas en el bus, en las sillas de las terrazas, en las salas de espera de consultas o en la cola del banco?
Madrid tuvo una estética, la de la vieja Castilla, la ciudad a 655 metros del nivel del mar, la que no es para bañarse, de la que se huye en verano. En Madrid siempre estuvimos a salvo de los chancletas, de las camisetas de tirantes, de las sombrillas y de los madrugones para coger sitio desplegando toallas.
En Madrid no se baña, salvo por el sol, pero en esta tendencia estival, son muchos los que han olvidado que la ciudad está en el centro de la península y, desde hace algunos años, te topas con personas que piensan que entre Bravo Murillo y Castellana hay una playa. Van por la calle como quien camina por un paseo marítimo, renunciando a la estética por una comodidad dejada, como si al llegar a donde quiera que vayan tuvieran la garantía de darse un chapuzón de olas.
La única costa que tenemos en Madrid es Costa Fleming (sic del Pozo), pero con medusas que solo te pican si las pagas el precio de sus servicios. La única playa de Madrid está a trescientos kilómetros, pero como ahora se quiere tener derecho a todo, algunos se piensan que también la ciudad tiene derecho a tener playa. De verdad, créanme que es un regalo no tenerla.
Me cuenta Eva Serrano, editora de la mimada y ejemplar, Círculo de Tiza que, la semana pasada en el Teatro Real, en el estreno de Madame Butterfly, se sentó en la butaca de al lado un tipo en pantalón corto, chanclas, y una camiseta que dejaba libre su mata de pelo por los hombros. Mi querida Eva, que es una señora de antaño, elegante, respetuosa, formal y delicada, no tuvo más remedio que lamentarse en su interior por todo lo que estamos perdiendo. No se trata de prohibir la entrada al Real a los que no cumplan un mínimo de decoro con sus pintas, sino de volatilizarlos de esta tierra de meseta.
¿En qué momento perdimos el sentido común? La libertad de cada uno, como bien saben, termina donde empieza la del otro. Y en este caso, la libertad de Eva comenzaba (y terminaba) en el mismísimo momento en el que una pierna peluda, un pie cromañón y un brazo de calificación imposible, se posaba a su lado para amargarle la función. Es muy posible que fuera un turista, porque los gatos que acudimos al Real lo hacemos sabiendo el ritual que se supone en las ocasiones especiales. Pero en ese gesto, en ese momento en el que uno, por mucha pasta que tenga, piense que da igual la pinta que lleve por la vida, está el fin de toda virtud.
¿Se imaginan la tribuna del Congreso de los diputados con un orador que parezca un recolector de algas? No queda lejos y, si me apuran, hasta les diría el partido al que pertenece. Se dice mucho eso de la mujer del César no solo debe serlo sino parecerlo. Y Madrid, queridos lectores, no tiene que parecerse a Benidorm ni a la piscina de la urba que abarrota nuestro paisaje. Decía el genial Oscar Wilde que «el hábito expresa una idea moral: simboliza el intelecto y el carácter de una nación». Miedo me da pensar que el intelecto de ese marsupial peludo que amargó la función de Eva, sea el todo vale porque se lo puede permitir. Ese despotismo, esa forma de ir por la vida estropeando el paisaje de los otros, es lo más cercano a una mañana en la playa.
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ContinuarAguardo ansioso el final del verano, como Peláez, que es un tipo de bien que en estas fechas anda sumido en una profunda depresión hasta que termina lo estival.
Madrid volverá a vestirse de largo. Y en el Real la gente buscará el ropero. Y la calle recuperará su elegancia. Son dos meses al año lo que dura este despropósito. Dos meses en los que Madrid parece cualquier otra. Imaginen si, encima, tuviéramos mar.