BAJO CIELO
La Malasaña del Pigüi
Era un tipo rubio, con unos ojos azules que encandilaban a las señoras mayores de ese Bronx castizo que se quedó parado en la resaca de la movida madrileña
Volver a entonces

Si usted vivió los años de EGB y Donuts de reparto, seguro que supo alguna vez del Pigüi. Madrid era una ciudad que tenía tiempo, los autobuses se picaban al entrar, internet se conectaba llamando a una estación espacial, y en las cabinas de ... teléfono siempre había alguna moneda de 25 pesetas. Malasaña era la patria del Pigüi, un tipo rubio, fuerte venido a menos, con la boca desordenada y unos ojos azules que encandilaban a todas las señoras mayores de ese Bronx castizo que se quedó parado en la resaca de la movida madrileña. Años duros en los que la música siguió sonando y donde se cruzaban los que sobrevivieron al desastre con los que querían ver algún vestigio de aquello que no fue para tanto. El día a día del Pigüi era un no parar.
De lunes a sábado, el rey del barrio se pasaba las mañanas en el mercado de Barceló llevando las bolsas de la compra hasta las casas de sus admiradoras, que lo mismo le daban 200 chapas que 500 si la carga era especialmente pesada. El Pigüi conocía a todos los tenderos del mercado, Paco el del pescado, Mariano el de la fruta, Roberto el de Talavera de la Reina que tenía el mejor jamón…; y así, viaje tras viaje, el Pigüi andaba cogido por el brazo de una anciana llevando sus viandas siendo un poco nieto de todas ellas.
A medio día siempre estaba en alguno de los bares de la calle Colón. Le gustaba especialmente el SIDI, donde no siempre le cobraban las 700 pelas que costaba el primero, segundo, postre o café. A veces invitaba a su hermano, el Pablillo, al que le faltaban las dos piernas y se trabajaba la limosna del barrio caminando en dos muletas que le dejaron unos brazos que ni de gimnasio. Después del chupito, comenzaba la tarea de 'facilitador', pues el Pigüi lo mismo pasaba un taleguito de hasch, que llevaba al zapatero el encargo de un viudo, o recuperaba la cadena de oro de la Primera Comunión que algún yonqui le había arrancado del cuello a un chaval del barrio. Era una autoridad de la plaza, un buscavidas que siempre estaba haciendo algo, por muy nada que fueran sus quehaceres. En el Laboratorio, el Labo, como se decía, el Pigüi se tomaba un par de ginebras con cocacola para coger una chispa que le ayudara a pasar la tarde. Después se bajaba hasta Pez, se pedía un yayo en el Palentino, y lo mismo se cruzaba con Andrés Calamaro que subía hasta el Dos de Mayo para pillarle a un moro un chocolate nuevo que después revendía más caro, pues era la ley de la calle. No le gustaba la zona de la plaza de la Luna, porque su madre aún se trabajaba la esquina. Si la veía con algún cliente, Pigüi se quemaba por dentro y reventaba el negocio gritando la deshonra de ser hijo de cualquiera.
Cuando murió el poeta, fue Pigüi quien avisó a los investigadores del piso en el que vivía el camello que decidió bajarlo hasta el portal. No le gustaba que hubiera chutas y de vez en poco, él y Pablillo ajustaban las cuentas de aquellos que vendían caballo denunciándoles a la Autoridad, que es cómo llamaba Pigüi a la Policía.
Luego, un día, Pigüi desapareció del barrio. No se sabe bien lo que ocurrió. Algunos dicen que le ajustaron a él, otros que se fue a Barcelona, pero no cuela siendo todo lo que era en Malasaña. Lo que está claro es el hueco que dejó por Espíritu Santo, por Corredera Baja de San Pablo, por Colón, Pez, por Barco y Valverde, esas calles que el Pigüi hizo suyas tantos años, entre bolsas de la compra, chivatazos, chinas, propinas y rock n´roll. Fue el mangui más querido, el malo más noble, el pirata de tierra que hizo de Malasaña su Isla del Tesoro.
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