Madrid, del éxodo en el Seiscientos a la nueva meca vacacional
La capital, por motivos económicos, sociológicos o de costumbres, ha cambiado la manera de afrontar la holganza del estío. Eso sí, muy lentamente y con sus particularidades

«Madrid, en agosto, con dinero y sin familia, es Baden Baden». Lo decía Francisco Silvela cuando eso del veraneo buscaba las costas del Norte, Biarritz y cercanías, y las señoras llevaban miriñaque y aún el bañador Turbo ni estaba ni se le esperaba.
El ... veraneo en Madrid tiene su historia y también su sociología, al hilo de los cambios de la propia sociedad, de lo abultado de la faltriquera y de otras razones que se explicarán en este viaje al corazón veraniego del madrileño.
Hay hitos más recientes en todo esto del ocio estival del capitalino. El anhelo de la multipropiedad en Torrevieja o Torremolinos y, andando el tiempo, la piscina en forma de riñón en los aires saludables de eso que llaman «La Sierra» y que tanta literatura (y alguna película) aportó. «La Sierra», la Sierra de Madrid, como concepto geográfico para el estío, que empieza cuando el amarillo torna a algo parecido a verde en la carretera de La Coruña. Dos grados menos que en la Puerta del Sol ya eran suficientes para un Edén incluso para esas fiestas ibicencas que contaban las revistas del cuché y que tuvieron lugar a diez kilómetros del centro, a una semana de partir a Marbella. O a Ibiza.
Aunque todo esto es lo gráfico, porque entendiendo el éxodo vacacional de Madrid (también de Sevilla, por qué no) se entiende el comportamiento de España. Viajen, por memoria vivida o no, al ecuador de los sesenta y a esa película de Pedro Lazaga y protagonizada por López Vázquez, 'El cálido verano del Sr Rodríguez' (1965), una españolada que vista a la distancia, según el poema de Manuel Alcántara, fue la más nuestra. O la más nuestra en un tiempo y un país que fue así. El tiempo del marido en la oficina, y familia e hijos de asueto durante dos meses.
España es diferente
Luego sería el propio José Luis López Vázquez el que actuaría representando otros veranos, en esos hoteles de la costa que, a pesar de la aluminosis, en la estructura o en el alma, siguen pareciendo modernos. El desarrollismo y el cine que lo refleja y esos hoteles con suecas ahí siguen, sin suecas, en el technicolor del filme de media tarde y erigidos a la orilla del mar. Porque fue otro López (Rodó) y otros 'lopeces' los artífices de esto. Que España era diferente se sabía desde que Fraga tatuó en el hipotálamo patrio el lema, pero España en verano seguía siendo igual para el españolito de a pie.

El éxodo del madrileño, al pueblo y a la costa, fue paulatinamente frenándose. Muy poco a poco. De irse a la playa en multitud a llenar una terraza en agosto, a la vera de una piscina mínima, pasa todo un turbión de nuestra historia. Ciclos de bonanza y ciclos de depresión económica, la peor la del 2008. Y sin embargo, explica el psiquiatra Martínez Manjarrés, «todo es cuestión de imaginarios» en el aspecto de las vacaciones. Y de adaptarse al marco; si no se puede dejar el pisito de la Arganzuela habrá que buscar la holganza a cinco kilómetros a la redonda. Y a eso ayudó, en parte, la liberalización de horarios y días de Esperanza Aguirre en 2011.
Paradas en el camino
Precisamente es ese cambio en la mentalidad lo que nos interesa: de pasar del verano en el pueblo o en la playa, a trabajar a gusto con aire acondicionado y dejarse caer el viernes noche por una terraza y divagar en una terraza de esos pocos «rascaleches» (rascacielos según Miguel Hernández) capitalinos. Y esto no ha sido un fenómeno espontáneo, sino una sucesión de circunstancias queridas o sobrevenidas.
Volvamos a los setenta, cuando los pesados aparatos de aire acondicionado hacen furor en los grandes almacenes. Y quien más quien menos deja pasar la tarde allí, «merendando un sandwich club» y luego, quizá, a Manila, que «ya tenía buena climatización, creo recordar», dice Isabel, antigua trabajadora de la cafetería. Esto ocurría en esos grandes almacenes que conocemos todos (algunos desaparecidos) y que en pleno estío ya anunciaban el otoño.
Son años, los finales de los setenta y principios de los ochenta, en que los ministerios se quedaban casi en servicios mínimos, y así lo rememora Miguel Tobarra, alto funcionario que se llevaba la familia al pueblo, la dejaba con los suegros, y disfrutaba de ese Madrid vacío, del «poco trabajo» y de que los «altos cargos, los ministros» se iban a la playa. Tobarra también aún ve que los funcionarios de la escala más simple «salían de Madrid escopeteados el 1 de agosto, con unos coches de gama alta y con el humo del Marlboro retestinado». Él, alto funcionario de Exteriores, se apañaba con un utilitario los fines de semana para ir a Albacete y, dos semanas, a Alicante. Donde hasta ahora pendula todo el año.
Detalla Juan Eslava Galán para este reportaje, autor de un concienzudo ensayo sobre la España del 600, que existía un rito en las familias: «Varias paradas que no tenían que coincidir» con ventorillos «necesariamente». Se estacionaba a la fresca con «filetes empanados, huevos cocidos, y el motor a la sombra». Siempre «cerca de un arroyuelo» o lugar ameno donde estirar las piernas en el largo y cálido viaje de Madrid a la costa o al pueblo, donde llegaban los que habían prosperado en la capital con nostalgia del terruño. «Limpiahorzas» y «vaciacorrales» les llamaban en la taberna del pueblo cuando bajaban de Madrid con las hambres vernáculas.
Salir de Madrid era encontrarse carreteras secundarias y con unas flores en una curva. Y la tripulación que se santiguaba, callaba, y no volvía a abrir la boca hasta que se sacaban los bártulos del maletero. Los atascos se soportaban como podían porque el verano iba en serio.
De los ochenta a hoy
Los ochenta consolidados, ya, sí que fueron otra cosa. Empezó Madrid a no vaciarse tanto. El niño con las pintas se quedaba en casa, 'estudiando'; aunque el 'estudio' fuera una siesta casi sin tiempo y las recuperaciones de septiembre una quimera muy lejana. Así la juventud y los más mayores acudían a esa teoría de calles que rodeaban Santa Ana. Aquí ya cambiaba el concepto del 'rodríguez'; la ciudad no abría locales más o menos clandestinos. Ya andaba efervescente todo: de la plaza de Santa Ana a los patios de Argüelles. Ya Madrid tenía una infraestructura que no era solo la de aquella Costa Fleming (orilla de La Castellana que popularizaron Raúl del Pozo y Ángel Palomino).
A mitad de los ochenta, David Summers recorrió por primera vez «toda España» con sus 'Hombres G', fue su verano, ése que «recordaría siempre». Los noventa fueron los de los pijos y no tan pijos que bajaban al Kronen de la novela de J. Á. Mañas y los que mantenían una moto de agua en la Meseta en 'Barrio', de León de Aranoa. Años de bakalao, de vivir por encima de nuestras posibilidades hasta que en el 2008, con la crisis, cambió todo el concepto de veraneo.
Madrid había crecido a lo alto y había mutado lo chato por lo vertical, el bar recalentado por la terraza 'lounge' donde dar de sí al gin-tonic horas y horas. Y en ésas se sigue, con la escapada de sábado y domingo, y dos semanas en julio, y dos en agosto, y una excusa compartida para olvidar las vacaciones que fueron. O que son y llaman «descanso sostenible».
Las vacaciones están a dos horas, a dos semanas, o a cincuenta kilómetros de Madrid. Mientras, es evidente que el terraceo de la juventud que llega hasta los cincuenta años: lo confirma Jaume Vives, cara visible de Tabarnia y neófito empresario de la salchicha Frankfurt y de las copas en la zona de Moncloa. «Este verano nos va a dar superávit».
De momento, Madrid no se ha vaciado a julio del presente.
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