LAPISABIEN
Dietario acalorado
De aquí a septiembre falta una infinidad: agua, agua, agua, y más agua de la lengua a la uña del pie, de la Prospe a los Carabancheles
Calor. El verano en que vivimos peligrosamente, el largo y cálido verano. El verano que fuimos una brasa y la supervivencia fue cosa de señoritos.
El verano en que el suelo exhalaba esos fuegos fatuos lorquianos por esas zonas del Sureste de la ciudad que se parecen tanto al Cabo de Gata sin el consuelo del mar. Esas esparteras al lado de no sé qué carreteras de la región donde ... pudiera muy bien Sergio Leone haber puesto a Clint Eastwood con su cigarrillo y esa ética del hombre sin nombre. Son tres grados, o dos más de lo normal, pero ahí la diferencia entre la vida y la muerte.
Queda muy lejos septiembre, y en el ladrillo visto y en el tajo no queda otra que hidratarse y rezar para que el verano no sea, que es, otra pandemia. Otros veranos uno, irresponsable, fue con un seminarista (o eso me parecía a mí) a jugar al pádel a la hora donde se apaga la ciudad y se encienden las chicharras. Tenía el tipo una piscina comunal. Y este hombre santo obró el milagro de que no combustionara de una alferecía. De aquí a septiembre falta una infinidad: agua, agua, agua, y más agua de la lengua a la uña del pie, de la Prospe a los Carabancheles, y de ahí a la rosa de los vientos madrileños.
El rodríguez. Lo llamo así, en minúscula, porque es una colectividad individual. Es decir, es uno y más que trino en la ciudad. El rodríguez ya anda con la inflación deprimido. Está mohíno, se le ha agriado el carácter. Su amigo Arturito Torremocha, el de Loma, lo manda a Las Vistillas, pero él, a la hora en que el secarral de Madrid Río oscurece, y el sol se pone por las moles de la otra orilla, sale a correr. Yo le seguí, de lejos, trotaba mal y llevaba mala la cara. Lo seguí y entré a un bar anónimo, ya de anochecida. Se le pegó un ex legionario, quizá el último de la 13 Bandera, que va y viene con su Trek eléctrica y una cara de boxeador y como mezcla entre Sean Connery y Peret. El rodríguez lleva cara de divorcio, y este año, por dar un tiempo a un amor, a una hija que se le ha puesto farruca, cogerá unos días ya en otoño. Menos de los que le corresponden por convenio y por salud mental. No me reconoció y, en un año, ha envejecido por siete. Dios lo cuide.
En una muela. Fui con M.O.M. a uno de esos sitios de Ponzano fluorescentes, con las cuatro/cinco torres decorando en un collage retroiluminado la escena del 'restoleches' de marras. Un menú degustación me dejó temblando la cartera, y algo le musité al camarero sobre la poca vergüenza y el cuento chino. Lo que comimos cabía en una muela, y fuimos al primer turco que encontramos a recomponernos de la estafa y a recenar, a pesar de que del asfalto derretido y los ojos de fuego de la noche tropical me dejaron para el arrastre. Después, una copa en el Ícaro, donde yo fumé y no me dijeron nada. Olía a canela y a verdades confiadas.
Y no era garrafón. Y yo aprecio las verdades: en la copa y en el Parlamento.
«Sigo pensando en escribir una novela madrileña, cachonda, canalla, culta»
Novela madrileña. Sigo pensando en escribir una novela madrileña, cachonda, canalla, culta. Que le dé la vuelta como un calcetín a la visión institucionalizada del Paisaje de la Luz, del circunloquio de los Austrias y por ahí. No sé. La costumbre hace que el floripondio madriles nos diga ya más bien poco. Lo nuestro es más un viaje al fin de la noche. Quizá con el legionario viejo y bien conservado con el que se vio hablar al rodríguez tras su trote por esa M-30 de la desolación arbórea (la vegetación aún no cubre lo que debiera) de Madrid Río. Quizá todo empiece en el Yakarta, en Plaza Elíptica, entre un golfillo falso del San Viator y uno de tantos que pululan en busca de futuro en una ciudad que, desde allí, es a la vez centrípeta y centrífuga. Destino y fatalidad.
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