Una riada de chabolas de madera nace en los márgenes de la M-30
El asentamiento derribado hace un año bajo el puente de Conde de Casal retorna con una docena de sintecho
Al lado del puente de Ventas, en casas de cartón, residen siete personas que piden en los semáforos de la zona

Los coches ruedan sobre el asfalto de la M-30 , dando volantazos de un carril a otro para dejar atrás a algún conductor que se interpone en el camino. A lo lejos, y de forma insistente, suena un claxon en el que nadie ... parece reparar. La gente cruza los pasos de peatones que rodean la plaza de toros de Las Ventas en un día que, si no fuese por la fecha que marca el calendario, bien podría tratarse de la primavera. Y ese momento, justo cuando el semáforo para peatones se tiñe de verde, es en el que Elvis e Iusmen retoman su jornada laboral.
Como dos resortes, en cuanto los vehículos se detienen, comienzan a pasear entre las cuatro ruedas, se meten en la calzada, ofrecen paquetes de pañuelos y tratan de echar en los cristales un limpiador, pero pocas veces obtienen una moneda por su labor. Es más, la mayoría de ellas, las ventanillas de los coches se suben en cuanto los ven aparecer. El semáforo cambia de color y los dos compatriotas rumanos corren de nuevo a la acera. Así, una y otra vez, desde que el sol sale hasta que se pone, todos los días del año. Excepto las horas en las que abandonan el puente para dedicarse a la chatarra.
Cuando su día termina, los jóvenes regresan al hogar que se han construido a pocos metros, justo en un extremo del parque de Antonio Pirala y en uno de los márgenes de la vía de circunvalación con más tránsito de la capital. Desde hace unos meses, la verja que separa la plaza del terraplén que lleva a la cuneta se ha convertido en la pared trasera de las chabolas de madera que habitan. Ellos mismos las han levantado al no tener a donde ir, o no querer. Una tras otra, conforman una suerte de urbanización en línea que cada día pueblan más personas . Empezaron siendo dos; ahora son siete.

«No, no quiero irme, esto es lo único que tengo», dice Amide Ali, una mujer de 59 años que es la inquilina de la primera de las chabolas. Con ella vive otra compatriota rumana, Gheorgita, de 68, que ha salido a trabajar. Pero Amide no puede: hace unos años perdió toda la visión del ojo derecho. «Nada, nada, por este ojo nada. Por eso me quedo aquí», explica, mientras muestra unos papeles del Hospital de La Princesa con el diagnóstico, otros del Samur Social y el certificado de vacunación con la pauta completa. Son los únicos documentos tiene en su haber y, junto a todos los ropajes que colecciona para protegerse del frío, su tesoro más preciado.
Amide huyó de Rumanía hace cuatro años y, aunque apenas habla español, trata de hacerse entender por señas. En Antonio Pirala lleva viviendo unos seis meses , después de que operarios municipales tapiaran el hueco en el que residía, unos metros más adelante. «Aquí estamos bien. Lo malo es para dormir: mucho frío en invierno , mucho calor en verano», continúa.
La entrada de lo que ella considera su vivienda está rodeada por una lona negra de plástico. Apoyada en ella, acumulan sillas, partes de electrodomésticos rotos, bandejas de horno, ventiladores que no funcionan, tendederos de ropa... Así, una larga ristra de enseres. El techo de la caseta mezcla cartón y plástico para protegerse de la lluvia, soportado por unos tablones de madera a modo de vigas y ya curvados que cualquier día podrían venirse abajo.
Resignación
Amide decide ordenar las dos estancias de la caseta antes de invitar a entrar. A un lado, los utensilios de cocina y un carro de supermercado; a otro, su habitación, formada por un pequeño colchón y ropa colgada . «No hay más. Intento limpiar», afirma la mujer, que se cubre el pelo con un pañuelo que la protege del sol y sonríe, resignada, cruzándose de brazos y aceptando una vida que (cree) no puede cambiar.

A su lado, viven Elvis y Iusmen, los trabajadores del puente. El primero, de 24 años, dice que ha dejado a tres hijos en Rumanía ; el segundo, de 21, asegura tener dos. «Allí no hay dinero, no hay trabajo. No hay futuro. Aquí pasa mucho coche, pero poco dinero. Queremos mandarles cosas a nuestros hijos », coinciden los dos, llegados a Madrid hace solo un año. Elvis y Iusmen cuidan de Amide que es la matriarca del lugar y con la que han formado una familia en la mendicidad.
A solo unos metros de este microasentamiento, bajo el puente de Conde de Casal, ha resurgido el poblado que hace un año el Ayuntamiento de Madrid derribó. De nuevo, se suceden las chabolas de madera habitadas por rumanos que viven de la chatarra, pero también hay dos españoles: Ana y su pareja. En total, una docena de mendigos han ocupado el espacio público del que ya fueron desalojados . «Tienen mucho miedo por si vuelven a echarlos», explica Ana, la única que quiere hablar, mientras cuida de una peligrosa hoguera que ha hecho en la zona verde para calentarse y cocinar. Asturiana de nacimiento, lleva en Madrid más de veinte años y dos meses en este enclave. Su historia la resume en «desgracia y mala suerte», y sobre su pareja asegura que es un conductor de autobuses que hace cinco años se quedó en paro.
Intervención
El Área de Desarrollo Urbano confirma a ABC que ha tenido conocimiento de esta colonia «recientemente», después de que el Servicio de Conservación de Calle 30 diese la voz de alarma. «En ese mismo momento, se solicitó a la Unidad Integral del Distrito de Puente de Vallecas de la Policía Municipal que informase de la filiación de los ocupantes para poder tramitar la orden de desalojo y demolición . Se está a la espera de eso para actuar», continúan las fuentes consultadas.

Solo en lo que va de año Disciplina Urbanística ha demolido 44 construcciones ilegales en Villaverde, San Blas-Canillejas, Carabanchel y Chamartín. Pero por mucho que las máquinas actúen, dar salida a estas personas, que en muchas ocasiones rechazan las alternativas habitacionales que ofrece el Samur Social , no es sencillo. Los asentamientos, itinerantes, encontrarán un nuevo punto en el que instalarse.
Es lunes, siete de la mañana, aunque podría ser cualquier otro día: miércoles, jueves, sábado... No importa lo que el almanaque diga cuando la vida es la calle. Hay que salir, y llenar los bolsillos de céntimos rojizos o, si hay suerte, alguno dorado de más valor. La historia y los días se repiten una y otra vez en esta rutina descarnada de los moradores de calzadas y cunetas.
Noticias relacionadas
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete