De Rodríguez
Lo del maragato
Juancho hoy pierde a cualquier juego que se le ponga por delante, pero bebe fanta con vodka, «por las vitaminas»
El rodríguez baja a lo del maragato, la mejor tasca en los contornos madrileños, esos mismos donde nuestro protagonista malvive con mujer y dos hijos. El maragato le cobra cuándo y cuánto quiere y le mete los dedos en el alma: también cuando quiere.
Que si en la costa hay ‘porritas’ latinos que van a lo que van, que si el Covid en los jóvenes... (‘pum, pum, pum’, que cantaba el Selu). El maragato, de nombre Isidro y de apellido Astorga, siempre lo ataca con una sonrisa: «Tienes que ser feliz, amiguete». Lo que pasa es que la mujer del maragato, llamémosla Carla, se ha ido a la maragatería (noble y bella comarca), pero el maragato sigue y persiste en ir minándole la moral por andar solo y con los termómetros infartados en la capital. El rodríguez mira un póster de lo de Gaudí en Astorga, nevado, y se acuerda de cuando su Beatriz, ante la blanca palidez de la capital en Filomena , lo mandó a por tabaco. También de una canción de Jeanette, pero no lo quiere confesar. Todo lo recuerda como una aventura nórdica, con esquiadores y osos polares y hasta a la estanquera, que no era la de Vallecas pero se llamaba Paula, tenía Camel del suyo y le acarició la mejilla.
El rodríguez sigue sin mirar al televisor por no hacerse sangre, y va pegando el oído a quienes van y vienen por el bar. Mira la garrota y piensa un «ojalá»; un ojalá lírico que para nada sabe a triunfo. Al rodríguez lo ha enseñado a jugar al mus, cuando sale del trabajo, un tal Juancho, que tiene nombre muy vasco para ser de Cangas del Narcea y que trabaja en algo de energía nuclear. «Arreglando microcables», insiste. Juancho hoy pierde a cualquier juego que se le ponga por delante, pero bebe fanta con vodka, «por las vitaminas», y, como no apuesta en serio, invita a los parroquianos al final de las partidas.
Al rodríguez le da como penilla abusar de Juancho, pero Juancho, que vive de renta antigua en la casa de la tía y calza babuchas, le explica algo del ‘carpe diem’. Al rodríguez también le llega una postal de su hermano pequeño Batman (llamado así porque antes sólo se le veía de noche), que ha tenido un hijo bello y esperado. Y el rodríguez siente el paso del tiempo, y una necesidad imperiosa del ir al doctor Ruiz, de volver a ver a su mujer como una musa y de que sus hijos vuelvan a la guardería.
Mientras Juancho ve la televisión y comenta con pedagogía naif un ‘speech’ sobre las eólicas y la ministra del ramo, atruena una comitiva por la calle en la que todos se imaginan que va Pedro Sánchez. El rodríguez guarda la baraja entre sus dedos sudados y piensa qué hubiera sido de él si en lugar de Económicas hubiera cursado Derecho. Porque las cuentas las hace el Excel, y él tampoco tiene, siquiera, jurisdicción en lo suyo. No es frustración profesional, es algo más profundo que ya florecerá cuando se bajen los calores y se apaguen los grillos .
Así pierde las largas tardes de agosto el dilecto de esta sección, que paga religiosamente lo que el maragato le pide en cuestión de terraza, de SGAE, de SISGEI y de todas esas siglas que son lo que son y que van matando a los bares mientras Zapatero va y viene de Caracas. El rodríguez pone en lo del maragato cara de Clint Eastwood con las cartas de la baraja y ante las vecinas separadas y aburridas. Pero le faltan el rifle, el poncho y dos pistolas.
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