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La diosa cibeles no se toca

EN el repaso de los piropos a los símbolos de Madrid, el agua, el color del cielo o el rumor de las fuentes han tenido tradiciones internas y externas. En los catálogos de turismo se describen

EN el repaso de los piropos a los símbolos de Madrid, el agua, el color del cielo o el rumor de las fuentes han tenido tradiciones internas y externas. En los catálogos de turismo se describen patrimonios, historias, leyendas y siluetas de una ciudad repleta de imágenes que se conocen en todo el mundo. En el primer capítulo del «Viaje al Parnaso» dejó escrito Cervantes aquello de «adiós, Madrid, adiós tu Prado y tu fuente». En las estampas y postales de popularidad más extendidas se pueden encontrar colecciones de fuentes madrileñas, muchas de las cuales han peregrinado por calles, plazas y rincones urbanos. Por eso se han perdido algunos ejemplares o cambiado de lugar, no siempre con razones necesarias, puesto que han existido a lo largo de la historia olvidos y caprichos de escasa justificación: incluso, imperdonables.

Podría decirse que el mayor respeto, popularidad y admiraciones pertenece a la diosa Cibeles, sentada en su carro de frente a la salida de Alcalá y Sol, referencia insustituible de los madriles. Con el título «No se sabe por qué la diosa Cibeles se hizo madrileña» la arqueóloga Pilar González Serrano ha descrito la popularidad y los signos de saludo y buena acogida de esta ciudad, en «Ilustración de Madrid», razones por las cuales «no es de extrañar que desde el siglo XVIII el símbolo emblemático de la capital de España sea una diosa procedente de la lejana Frigia, a la que, por más señas, se la considera paradigma del casticismo madrileño».

En piedra negra y con la consideración sagrada de origen, el monumento madrileño empezó a soñarse por Ventura Rodríguez cuando todavía la fuente de Cibeles parecía destinada al Palacio de la Granja. Los planos y dibujos de Alarife se trazaron en 1781. Y después de la reforma del Prado de San Hieronimo (Convento de Atocha y Puerta de Recoletos) que planificó el Conde de Aranda y realizó José Hermosilla, bajo el reinado de Carlos III, «se alza decorando a una fuente la hermosa escultura que representa a la hija del Cielo y de la Tierra y mujer de Saturno». En un extremo del Salón del Prado, desplazada de la calle de Alcalá, ya en Recoletos (debajo del espacio donde se levantaría la casa ducal de los Alba, luego Ministerio de la Guerra) estuvo vigilando la diosa durante más de un siglo, en el cruce de caminos y en el paso de la historia urbana que caminaba hacia el Madrid moderno.

Desde 1895, no con pocas discusiones (competencias, expedientes, retrasos e interpretaciones políticas) el Conde de Romanones alcanzó el final de un proyecto que a partir de entonces fue ganando atractivos en los alrededores de una plaza que debiera haber sido más grande aunque se quedó «en glorieta», como decía Chueca Goitia. El monumento de Cibeles tiene enamorado a más de medio censo de madrileños que consideran la fuente como «cosa suya». Incluido el despropósito de subirse al carro, pisar la cabeza de los leones, colgarse de la chepa de la diosa y bañarse en la pileta. Los repetidos años en demostración del fervor deportivo, con más o menos permiso de la autoridad, son lamentable falta de respeto al patrimonio artístico urbano de Madrid.

¿Volveremos a las andadas de la irresponsabilidad por títulos deportivos? Ante lo que se avecina, el alcalde en funciones está obligado a colgar un cartel: «La diosa Cibeles no se toca». Y si pasa algo, habrá que considerarlo dentro del capítulo de «gamberradas consentidas de Madrid».

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