¿Y si la música tuviera poder curativo?
Investigadores de la USC ponen en marcha un proyecto pionero en el mundo para medir la respuesta genética del ser humano a los estímulos musicales

No es un argumento de un capítulo para una serie de ciencia ficción en alguna plataforma sino la base para una investigación científica: ¿provocan los estímulos de la música en nuestro organismo una respuesta de nuestros genes que pudiera ser empleada con fines terapéuticos ... ? La pregunta deriva hacia otras. ¿Qué tipo de música? ¿Hacia qué enfermedades estaría dirigida una terapia así? ¿De qué manera se puede medir el impacto de los estímulos sensoriales en nuestra escritura genética?
En busca de respuestas, un grupo del Instituto de Investigación Sanitaria de Santiago (IDIS) ha presentado esta semana un proyecto pionero en el mundo sustentado en un concepto acuñado por varios de sus miembros: la sensogenómica, esto es, la huella que en nuestro genoma deja la estimulación sensorial. La génesis de la idea se remonta a 2017, cuando Antonio Salas y Federico Martinón empezaron a combinar «preguntas transgresoras» con «la melomanía» del primero. Sus líneas de investigación, centradas en infecciones y vacunas, estudian la respuesta que da un huésped a un virus, ¿pero y si quien provoca la reacción, por el contrario, es un estímulo sensorial?
«Estos experimentos son una prueba de concepto», explica Martinón a ABC la víspera de presentar el proyecto en sociedad, «porque hemos hecho alguna prueba previa donde vimos que sí, que podemos medir esos efectos de la música en los genes, aunque no sepamos qué vamos a encontrar». Hasta la fecha, la comunidad científica había desarrollado pequeños trabajos de investigación más centrados en vincular habilidades musicales —oído absoluto, facilidad para el aprendizaje, la ejecución o la composición— con una predeterminación genética, pero no si la música en sí misma pudiera provocar una reacción en los genes.
El proyecto -que se presentó el martes- contempla la celebración de un concierto de la Real Filharmonía el próximo 30 de septiembre, en su sede habitual del Auditorio de Galicia, donde a los asistentes que deseen participar –hasta un máximo de 300– se le tomarán muestras de saliva y sangre antes y después de la actuación, «dos tejidos subrogados al cerebro; si la música produce algún eco, tendremos resultados», indica Salas. «En cada una de esas personas vamos a medir más de 20.000 señales», partiendo de su idea de que «nuestros sentidos son líneas de acceso directo a nuestro sistema nervioso central». ¿Qué se va a escrutar? «Queremos discernir si, molecularmente, hay nuevas posibles dianas de tratamiento o de intervención» en algunas enfermedades.
¿Cuáles? En principio, aquellas «enfermedades de alta prevalencia» en las que la neurociencia ya ha producido «hipótesis clínicas de que puede existir un beneficio», como el Alzheimer, el Espectro Autista o algunas demencias. De hecho, el pasado 14 de junio ya se celebró un concierto de un quinteto de cuerda, al que acudieron un centenar de enfermos de Alzheimer, en el que se aplicó idéntica metodología. «Ya hemos secuenciado las muestras, estamos en fase de análisis», avanza Salas, «y te puedo adelantar que algo sale». Los resultados de este proyecto piloto podrían ver la luz antes de final de año en publicaciones científicas de prestigio.
Un programa 'secreto'
La tercera pata de este vasto equipo multidisciplinar es la musicóloga Laura Navarro, coordinadora del proyecto. Suya es la selección de las piezas sinfónicas que se interpretarán en el concierto, que por el momento es 'secreta', pero que se enmarcará en lo que popularmente se conoce como 'música clásica'. «Desde el punto de vista musicológico, la clásica tiene una gran riqueza a nivel de parámetros de sonido, como intensidad, timbre o duración». Mientras que en una canción de radiofórmulas puede haber «entre 3 y 5 acordes, y carecen de evolución melódica», en una partitura de Beethoven de una hoja »hay cambios melódicos, armónicos, rítmicos, que podrían ir de 100 a 150».
El experimento –al que puede apuntarse cualquier persona entrando en la web del proyecto (sensogenomics.com)– busca reproducir de la manera más fidedigna la experiencia habitual de acudir a un concierto, con su duración estándar de 50 minutos. «Muchos de los precedentes que hay [en este campo de investigación] a veces son 15 o 20 minutos, en un laboratorio, con una resonancia magnética funcional, escuchando la música a través de unos cascos», mientras que la cita del día 30 «va a garantizar que la experiencia es real», añade.
Los datos van a tomarse de manera secuenciada. Unas muestras se obtendrán inmediatamente después del concierto, y otras después de media hora, para observar las distintas respuestas en el tiempo. Se podrá segregar por grupo de edad, por género, por mayor o menor afinidad con el tipo de música escuchada... Incluso se van a extraer muestras de los propios músicos que así lo deseen, para identificar la respuesta genética a la ejecución musical. Las posibilidades son infinitas. El único límite, por el momento, son los recursos económicos. El proyecto busca patrocinadores para crecer y extender sus ambiciones hasta el lejano (e hipotético) horizonte de las terapias musicales personalizadas.
Para Martinón no es un delirio futurista, aunque admite que «nos movemos en un terreno delicado, que tiene márgenes amplios de contacto con seudociencias». «Entre esto y los que creen que ponerle Mozart al niño mientras está en la barriga de su madre hace que salga superdotado hay una línea más fina de lo que parece», por eso se quiere mantener una fidelidad exquisita con el método científico.
Una vez detectada esa respuesta genética, «entenderíamos la música como farmacológico, y si encuentras dianas moleculares que puedas estimular farmacológicamente, podríamos inducir químicamente lo mismo». O lo que es lo mismo, «una píldora de Bach» para experimentar la sensación y beneficios de su música, pero sin escucharla. A Netflix se le está escapando un estupendo argumento para una serie.
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