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El «espejismo» de la almendra de Santiago

Las dificultades para residir en el casco histórico compostelano causan una sangría demográfica que, lejos de amainar, cada año resta población al distrito patrimonial de la capital gallega

Santiago 'camina' hacia un nuevo modelo turístico: estudia cómo regular los flujos y los grupos guiados

Cobos, autor del dossier, frente a la antigua Sala Yago, en la Rúa do Vilar MIGUEL MUÑIZ
Pablo Baamonde

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Santiago luce una herida abierta. La almendra compostelana, el corazón de su casco histórico, es un tesoro patrimonial, pero va encaminada a convertirse en una suerte de atrezo, hermoso pero inhospitalario, pensado más para su puesta en alto que para el disfrute de sus residentes. Una cáscara vacía de lo que fue hace décadas y relegado a ser visto desde fuera, no vivido desde dentro. Hace tiempo que perdió su pulso, y el mayor síntoma es su sangría demográfica. Con los años, los vecinos fueron –y aún siguen– yéndose, y no a falta de razones: el desgaste que corroe a buena parte de la infraestructura, la escasez –y cierre– de comercios y servicios –la fibra óptica llegó hace apenas unos años–, el viacrucis de la movilidad por la almendra o el infierno administrativo al que se somete a los propietarios son realidades que dejan entrever las causas de una tendencia heredada y que no parece tener freno. Cada año, parte de los vecinos de la zona recurre al éxodo; en el año 2000, la población era de 4.040 personas; en 2020, de 3.077. El distrito monumental perdió al 25% de sus residentes en veinte años, a un ritmo de 250 por lustro.

Son datos del censo que recabó y plasmó en un documento Óscar Cobos, vecino compostelano que, tras décadas desarrollando su profesión en el extranjero, retornó a su tierra natal y, al poco, comenzó la confección de un inventario singular. Desde 2020, Cobos ha estado catalogando edificios de la ciudad histórica que necesitan –algunos, desesperadamente– una restauración en su estructura, a riesgo, incluso, de que peligre el bienestar ciudadano. Es una labor que realiza por su cuenta, en un anonimato indirecto, pero que contribuye a llenar un 'hueco' que no debería existir. Su trabajo comenzó, de hecho, tras solicitar en el Concello el listado de inmuebles que «conviene restaurar» y comprobar que se hallaba completamente vacío. Según el documento oficial, ningún edificio requería de una visita 'al taller', una posibilidad que se le antojó impensable.

Él y su pareja Antía acompañan a este medio en un «paseo de los horrores» por la almendra. Empezando en la Rúa do Vilar, donde Cobos señala el esqueleto, en mal estado, de la «segunda librería más antigua de España», que cerró para convertirse en la primera tienda de souvenirs de la ciudad, antes de caer en el abandono. O la Sala Yago, que un día alojó unos emblemáticos cines y hoy luce unos balcones de piedra que se caen «a pedazos». En general, echar la vista al cielo revela una realidad muy diferente a la que aparenta el raso de las calles, vibrantes de gente. «Es un espejismo», resume Antía: «calles muy bonitas, pero en las que no reside nadie»; o, al menos, van encaminadas a ello. Ella vivió toda su infancia en la zona, cuando allí «aún vivían familias». Habla de niños jugando en las calles y en las plazas, de un comercio local boyante.

Una carrera de obstáculos

Sin embargo, las «trabas» para instalarse o seguir viviendo allí, que no son pocas, acabaron venciendo. Demoras de años para acometer reformas, dificultades para recibir envíos en reparto, falta de servicios y de alternativas de aparcamiento... «En toda la almendra solo hay un supermercado«, expone Cobos. Hace poco cerraron los dos últimos kioscos de la zona, por lo que ya es imposible para los vecinos comprar el periódico sin abandonar su marco. Con un entorno que gana en hostilidad, cualquier esfuerzo por frenar la marcha de los vecinos cae en saco roto. Además, la pescadilla se muerde la cola, porque, aun cuando algún propietario se propone insuflar nueva vida a un inmueble, se topa con las referidas esperas de años para sacar adelante las obras, necesarias por el estado de deterioro del que no escapa –junto al esfuerzo económico que supone–, baches más que suficientes para frenar en seco su ambición. El resultado, un casco histórico que, poco a poco, no renueva población y sigue muriendo, cada vez más desprovisto de sus comercios y su gente. Una joya histórica que, a falta de cuidados, se encamina a su conservación como unas ruinas de lo que fue; un cementerio de elefantes que llegó a albergar un vergel.

Para Cobos, la solución debe pasar por sumar incentivos y restar dificultades, y emanar de los grupos políticos locales: «Primero tienen que sentarse a hablar, los cuatro, consultando también a los sectores de la ciudad. Segundo, tienen que tomar una decisión, una sola. Y tercero, tienen que saber trabajar juntos, sin importar su signo, para sacarla adelante».

«Residentes resistentes»

«Mi familia lleva aquí 150 años. En mi casa han vivido tres o cuatro generaciones. Ahora, [los que quedamos] somos mi mujer y yo». Es el caso de José Manuel Bello, presidente de la asociación de comerciantes Compostela Monumental y uno de esos pocos más de tres mil santiagueses que no han abandonado la almendra. Los que aún quedan, como él, es porque sienten que la pertenencia que los ata todavía vence; lo llevan «en el ADN», expone en conversación con ABC. Pero, como se venía diciendo, desgraciadamente, cada vez son menos. Hace hincapié en la falta de servicios, precisamente, siendo el primer impulsor de la fibra óptica, que logró que llegase en 2020, no a falta de pelearlo. Y en que falta mucha accesibilidad, sobre todo para la gente mayor, que se ve obligada a recorrer largas distancias para alcanzar su hogar. En eso coincide Roberto Almuíña, su homólogo de la asociación de vecinos del casco monumental Fonseca, y pone como ejemplo otro caso tan habitual como es solicitar un servicio de fontanería. Una vez más, residir en la zona histórica implica dificultad añadida y esperas innecesarias, llegando los vecinos a soportar el fallo en el electrodoméstico o la instalación de turno durante semanas.

Quienes quedan hoy, como dice Bello, son los «residentes resistentes», pero cada vez son menos. El casco histórico sigue desangrándose y, de momento, no hay médicos en la sala.

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