Cultura
Los placeres literarios de Emilia Pardo Bazán
La declaración BIC de su biblioteca permite asomarse a sus gustos como lectora, propios «de una intelectual europea»
![Pardo Bazán, en su estudio, hacia 1915](https://s1.abcstatics.com/media/espana/2020/12/08/pardo-kLn--1248x698@abc.jpg)
Las Torres de Meirás fueron la culminación de un sueño. La vieja granja de su familia a las afueras de La Coruña no solo le permitía estar en contacto con la naturaleza y, al tiempo, imbuirse de su propio historicismo al dar vida a una ... mansión de escritora, en la que ella misma se implicó en el diseño y decoración. También la habilitó para disponer de enormes estancias donde almacenar y ordenar uno de sus mayores tesoros: su biblioteca. Ahora, gracias a los trabajos de la Real Academia Galega, los miles de volúmenes que en su día fueron de doña Emilia y en la actualidad posee la familia Franco, están perfectamente catalogados y con el manto protector de la declaración de Bien de Interés Cultural en trámite. Además, permite reconstruir los gustos de la literata, una mujer adelantada a su época que disponía «de la biblioteca propia de una intelectual europea», según la catedrática Isabel Burdiel, autora de la última biografía de Pardo Bazán (Taurus, 2019).
«Hay pocas bibliotecas personales de escritores que se hayan conservado enteras» , subraya Marilar Alexandre, académica de la RAG e impulsora de la declaración BIC, «siendo ella además una persona sin dificultades económicas que compraba libros», como ya hicieran su padre y su abuelo. De hecho, algunos de los volúmenes más antiguos que se han identificado datan de mediados del s. XVII, como «Empresas Políticas» de Saavedra Fajardo (1648), aunque el grueso de los más antiguos son ediciones del s. XVIII, desde obras de Fray Luis de Granada, el padre Feijóo o la colección «España Sagrada» del religioso Henrique Flórez.
Alrededor del 75% de la biblioteca ya estaba inventariada, tras ser depositada en la RAG por Carmen Polo en 1978 tras el incendio de Meirás. Pero ahora ve la luz el resto de la biblioteca, las obras que permanecieron en el Pazo y que la Academia pudo catalogar en 2017 gracias a la gestión de su entonces presidente, Xesús Alonso Montero. Esos 3.400 nuevos títulos completan la panorámica de los gustos literarios de Pardo Bazán, desde aquello heredado hasta lo que devoraba por puro placer.
En este último apartado son llamativas obras de Julio Verne o Alejandro Dumas. Los libros del primero son ediciones, en su mayoría, muy próximas o posteriores a 1890, fecha del fallecimiento de su padre, José Pardo Bazán, por lo que su adquisición solo se puede suponer a doña Emilia. «Aventuras de un niño irlandés» (1894), «Escuela de Robinsones» (1884), «César Cascabel» y «El soberbio Orinoco» en ediciones con grabados, «De la tierra a la luna» o «Robur el Conquistador» permanecían todavía en Meirás. De Dumas, «El Conde de Montecristo» (1846), la continuación de las historias de los Mosqueteros en «Veinte años después» (1898) y varios volúmenes de la serie «Impresiones de viajes» (1876-1891) en su original francés.
Lectora omnívora
«Pardo Bazán leía de todo», resume Burdiel, «hay una cuestión importante para ella y que la convierte en un personaje particular», y es «su tránsito entre la alta y la baja cultura, siempre buscando a los mejores» . De ahí que no dudara en acercarse a Dumas «que es folletín puro y duro, pero de altísima calidad», a Verne, al Abate Prevost («L’histoire de Manon Lescaut»), Conan Doyle y sus aventuras de Sherlock Holmes o Edgar Allan Poe y sus oscuros cuentos. «Ella no tenía ese elitismo un poquito provinciano que sí podía tener Clarín» a la hora de distinguir entre grandes y pequeños autores.
La literatura de viajes está muy representada en las estanterías de Meirás y Tabernas. «Aunque cada vez viajaba menos, era un género que le interesaba mucho», principalmente «para ambientar sus propias novelas» . Ella misma se asomó a este tipo de relato con «Viaje por Ginebra» o «Mi Romería». «Viajó mucho por Francia, Alemania e Inglaterra», indica Burdiel, «el único viaje que no se atrevió a hacer fue a América, porque en general le daba pánico el agua». Los libros de viajes demuestran que Pardo Bazán «no era solo una escritora de imaginación, sino que era una erudita» capaz de dejar fuera «los prejuicios de otro» cuando leía las descripciones que le hacían de ciudades o parajes desconocidos para ella. Aparecen por aquí, además del ciclo ya citado de Dumas, obras de Harriet Beecher Stowe («Souvenirs hereux. Voyage en Anglaterre, en France et en Suisse», 1857), Thomas Roscoe («The tourist in Spain. Andalusia», 1836), la «Guía del viajero por Portugal» de Brunswick (1881) o la popular «Spain revisited: a summer holiday in Galicia» (1911) de Catherine Gasquoine Hartley.
Como legado de su padre y abuelo, en su biblioteca Pardo Bazán contaba con innumerables obras de contenido agrario (un «Diccionario universal de agricultura, teórica, práctica, económica de medicina rural y veterinaria», 1801), biografías de personajes históricos (las vidas de Godoy o Napoleón), ensayos políticos («La democracia en América» de Tocqueville, 1841; «Lecciones de derecho político constitucional» de Antonio Galiano, 1843) o numerosa bibliografía sobre la sangre azul patria (dos obras magnas de Fernández de Bethencourt como su «Historia de la genealogía y heráldica de la monarquía española» y sus distintos «Anuario de la nobleza española»). Hay también una notable representación de temática religiosa , con monografías como la del Abate Berault sobre la Iglesia Católica (1823-1852), otras sobre la Compañía de Jesús (1853-1858) o la vida de Santa Teresa (edición inglesa), en la obra de Gabriela Cunninghame (1907).
Pero el tuétano literario de la colección son, para Burdiel, los autores rusos y franceses. «Leyó mucha novela naturalista francesa, que en su época era considerada escandalosa, sobre todo para una mujer», apunta la catedrática y comisaria de la exposición que Xunta y Biblioteca Nacional van a organizar con motivo del centenario de la muerte de Pardo Bazán durante 2021. Solo en Meirás hay una veintena de registros de Honore de Balzac, uno de los referentes del realismo francés. En Tabernas hay otra decena de títulos. De Zola, desde su «El naturalismo en el teatro» (1881) o «La novela experimental» hasta «El paraíso de las damas» (1883); hay abundante Daudet, también de los hermanos Goncourt o de Maupassant (aunque su «Bel Ami» o «El mar» se encuentran localizados en la RAG, no en el Pazo). No faltan Stendhal, Flaubert o Víctor Hugo en ediciones de finales del XIX.
«Probablemente para librarse de anatemas religiosos, su padre pidió autorización al Papa para que Emilia pudiera leerlo todo» , destaca Burdiel, «por un lado demuestra la necesidad de cubrirse las espaldas; por otro una señal de clase, porque no todo el mundo podía pedir a Roma una autorización y mucho menos le era concedida». No se ciñó al naturalismo francés. Hay obras del portugués Eça de Queiroz («O primo Bazilio») o de los italianos Giovanni Verga («Eros», 1884; «Storia di una capinera», 1893) o Edmondo de Amicis («Corazón: diario de un niño», 1893), y por supuesto una treintena de títulos de Blasco Ibáñez, junto con otros contemporáneos suyos como Pereda, Palacio Valdés o Clarín.
La literatura rusa «fue una de las influencias más importantes» para Pardo Bazán. La mayoría de su Tolstoi está en Tabernas. «Anna Karenina» (1891) o «Les Cosaques» (1886) son la punta del iceberg de una colección mayoritariamente compuesta por ediciones francófonas. Abunda Dostoievski («Crimen y Castigo», 1903); o «La novela del presidio») y aparecen igualmente Turgeniev y Gorki.
Doña Emilia no tenía problema con los idiomas. «Leía en francés; aprendió todo lo que pudo de alemán para leerlo directamente y los románticos fueron muy importantes para ella», señala Isabel Burdiel, «también leía en inglés pero no con tanta facilidad», quizás movida también «por una gran admiración y una gran hostilidad fruto de un cierto sentimiento antiprotestante hacia la literatura inglesa». «De George Elliot decía que «parecía que las novelistas inglesas no querían alejar el aburrimiento de la gente, sino al diablo».
Galdós y sus coetáneos
Probablemente Pardo Bazán reuniera una de las mayores colecciones privadas de primeras ediciones de Benito Pérez Galdós . «Muchas de ellas dedicadas», apunta Burdiel. Entre ellos hubo algo más que admiración. «Cuando Emilia lo conoce, hay un momento en que se quieren; es una cosa breve pero muy interesante» ya que «plantea la posibilidad de un amor entre iguales, algo que no ha existido en la literatura española que yo conozca» . Pardo Bazán y Galdós eran «dos escritores igual de buenos, realmente potentes», que forjan una relación que sí tuvo precedentes en el extranjero: «ocurría con George Sand y sus maridos, Benjamin Constant y Madame de Stäel, o Elisabeth Barrett y Robert Browinng». De todos ellos tenía obras doña Emilia en las estanterías del Pazo: «De la littéràture considérée dans ses rapports avec les institutions sociales» (1887), «Histoire de ma vie» (1887), «Sonets from the Portuguese» (1890) o «The Ring and the Book».
No hay poco Galdós en la biblioteca, desde luego. Entre Meirás y Tabernas, alrededor de un centenar de registros, bien novelas cortas o dramas infinitos, bien las distintas series de sus «Episodios Nacionales». Está casi todo: «Realidad» (1892), «Nazarín» (1895), «Tristana» (1892), «Doña Perfecta» (1876)… En el Pazo se encontraban todavía «Misericordia» (1897) o «Fortunata y Jacinta» (1887), título que Pardo Bazán presumía en una carta a Galdós de haberse leído en un trayecto en tren entre La Coruña y Madrid «y le sobró tiempo». «Probablemente era una persona superdotada en algún sentido y leía rapidísimo, en cruzado», plantea Burdiel.
Como era esperable, las estanterías de las Torres de Meirás albergaban un repleto muestrario de obras de su tiempo, autores con los que en muchos casos le unía una relación de amistad . «Fue muy amiga de Unamuno», apunta Burdiel. De Don Miguel ya se sabía cuánto había en la biblioteca, ya que está en los fondos que custodia la RAG: desde su propia obra a otra prologada o traducida por él, como los «Poemas» (1908) del colombiano José Asunción Silva o los «Paisajes parisienses» (1901) del argentino Manuel Ugarte; o títulos del naturalista inglés Herbert Spencer. No faltan una veintena de títulos de Pío Baroja, otros tantos de Valle Inclán, obras de los hermanos Machado, Gregorio Martínez Sierra, Ramón Pérez de Ayala, Rubén Darío o Juan Ramón Jiménez, y también de autores menos conocidos como Alejandro Sawa, Felipe Trigo, Andrés Cegarra o los iberoamericanos Tomás Carrasquilla («Frutos de mi tierra», 1896), Rafael Delgado («La Calandra», 1890) o Ricardo Fernández Guardia («Hojarasca», 1894).
Como biblioteca de prestigio que era, no faltan tampoco los clásicos, españoles y europeos: Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Calderón, Séneca, Cicerón, Voltaire , e incluso una veintena de tomos de una Larousse editada entre 1867 y 1878. La colección se completa, entre otros miles de volúmenes, con decenas y decenas de ejemplares de revistas y periódicos: ABC y Blanco y Negro, El Censor, Ilustración Artística, La España Moderna, La Mode Practique, Journal des Demoiselles, La Revue Scientifique o el manual de cocina de Picadillo. Nada de lo humano le era ajeno a doña Emilia.
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