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el asesinato de los marqueses de urquijo

«Rafi» participó, pero no disparó

Cuando se cumplen 30 años del caso, Jorge Trías, abogado que representó a los hijos de los marqueses, desvela nuevos e inquietantes datos

josé garcía

jorge trías

El 30 de julio, Manuel de la Sierra y Marieta Urquijo y Morenés se acostaron en su casa de Somosaguas pensando que al día siguiente ya se trasladaban a Sotogrande para pasar un plácido verano. En esa época la familia Urquijo era considerada como una de las fortunas más grandes de España y no habían sufrido, todavía, la crisis bancaria que dio lugar al crecimiento de otras fortunas que les tomaron el relevo.

El matrimonio tenía dos hijos, Juan, el mayor, que todavía estudiaba, y Miriam, la pequeña, que se había casado, contra la voluntad de sus padres, con un chico que conocía de las pandillas juveniles: «Rafi» Escobedo. El matrimonio, como era de esperar, duró poco, y Miriam conoció a un hombre hecho y derecho, Dick Rew, de nacionalidad norteamericana, de quien se enamoró.

El padre nunca tragó a Escobedo, ni a él ni a su entorno, y el odio que se fue acumulando en algunos miembros de la familia de «Rafi» podría explicar muchas cosas que todavía no han sido contadas.

Drogas y copas

sa noche, «Rafi» Escobedo, junto a sus amigos Javier Anastasio y Mauricio López Roberts, cenó en el restaurante El Espejo. Parece ser que «Rafi» y Javier, además de copas, se habían puesto de «maría» hasta las orejas. Era una costumbre habitual entre los chicos de la buena sociedad, muchos de los cuales acabaron incluso con sus vidas, pues después de la «maría» vino la coca y al final la heroína.

Habían decidido dar un «escarmiento» al Marqués y tenían urdido un plan, parece que instigados por dos personas muy próximas a «Rafi», para matarle. ¡Nada menos! La vida para ellos era un juego y había que vivirla. Tenían la seguridad de que terminando con su vida, Miriam, triste y desconsolada, se aproximaría nuevamente a Escobedo y podrían manejar lo que ellos consideraban «la inmensa fortuna de los Urquijo».

La droga hizo el resto en las calenturientas cabezas de los reunidos. El más escéptico, quizás, era López Roberts, bastante mayor que ellos, que se limitó a acompañarles a la casa de Somosaguas y a esperarles cuando hubiese concluido «el trabajito». Un sentido absurdo de la amistad dio, años más tarde, por haberle prestado a Anastasio unos miles de duros para su huida, con sus huesos en la cárcel, al haber sido condenado como encubridor de uno de los autores del doble asesinato.

«Sólo o en compañía de otros»

En la casa entraron por la piscina, rompiendo el cristal con esparadrapo -esto lo averiguó la policía «científica» tras la declaración del propio Escobedo después de su detención- y les salió un perrito al encuentro que, al oler a un conocido, no ladró.

Escobedo conocía perfectamente la casa y subieron directamente a la habitación del marqués. Una persona que ni siquiera pudo ser juzgada parece ser que fue la que efectuó el disparo a bocajarro matándole de forma inmediata. Marieta, una mujer inteligente y sensible con un pequeño defecto físico, desde hacía tiempo dormía en un cuarto aparte y tomaba pastillas para conciliar el sueño. Pero esa noche tuvo la desgraciada suerte de despertarse, y entonces el mismo desalmado que había descerrajado a Manuel de la Sierra disparó contra ella completando la espantosa carnicería.

Para cerciorarse de que la había matado le dio el tiro de gracia del cazador: un disparo certero en la nuca con salida de bala por la boca. Y así, lavándose las manos, se fueron tranquilamente cada uno a su casa tirando el arma homicida, a los pocos días, en el pantano de San Juan, donde se encontró al cabo de meses.

Al día siguiente, cuando se encontraron los cadáveres, la noticia corrió como la pólvora por Madrid y la policía no descartó ningún móvil, ni siquiera el político, sobre el motivo de ese horrible crimen. Por esas fechas yo había iniciado una relación con quien después fue mi segunda mujer, Pilar Rubio Morenés, prima hermana de Marieta. Recuerdo que me contó que su padre había comentado: «Esto es obra del...de Escobedo». Don Jesús Rubio Paz, fundador y primer presidente de la compañía Iberia, hombre duro y curtido en mil batallas aéreas en la escuadrilla García Morato durante la Guerra Civil, calaba a la gente de un simple vistazo. Al cabo de los años muchas veces comenté con él su premonitoria intuición.

Pero tuvieron que pasar varios meses hasta que la policía, dirigida por un excelente profesional y por la impecable instrucción del juez Luis Román Puerta, que luego llegaría a magistrado y presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, desmontaron la trama criminal y se pudo detener a los culpables. Bueno, a «casi» todos los culpables. Siempre quedó esa enigmática frase de la sentencia condenatoria de Escobedo: «Solo o en compañía de otros…». Pues realmente hubo «otros».

Escobedo confesó, derrumbándose, como autor del crimen cuando vio a su padre, detenido y esposado, tras el cristal de la comisaría. Y dio detalles del asesinato que le implicaron hasta las cachas. Su padre quedó en libertad. Y el autor, o autores, materiales de los disparos, avezados cazadores, nunca fueron juzgados, ni siquiera implicados formalmente, pues no hubo pruebas que pudieran incriminarles. Escobedo y sus compinches practicaron la «ormetá», la ley del silencio.

El abuelo de Escobedo había sido Decano del Colegio de Abogados de Madrid y fue el que catapultó a la cima de la abogacía a Antonio Pedrol Rius, que cuando se produjo el crimen era el Decano del Colegio madrileño. La familia Escobedo le pidió ayuda cuando detuvieron a «Rafi»; y José María Stampa Braun, catedrático de Derecho Penal y abogado, se hizo cargo de la defensa «del chico». Cuando Stampa leyó la confesión de Escobedo, comentó con su socarronería habitual: «¡Menos mal que se ha abolido la pena de muerte pues este era carne de garrote!».

Entonces, Miriam, sobrina de quien era mi mujer, le encargó al penalista con quien yo compartía despacho profesional, Pedro Hernández-Mora, la acusación particular contra Anastasio pues no pudo actuar contra su marido, entonces, por prohibición legal. Ramón Hermosilla llevó la de Juan, el hermano de Miriam. Y gracias esencialmente al trabajo prudente y de una gran profesionalidad de Pedro Hernández-Mora, y del fiscal Zarzalejos, algunos de los acusados pudieron ser condenados.

Javier Anastasio, al que defendía García de Pablos, fue procesado en un segundo sumario y al transcurrir cuatro años, debido a hábiles maniobras dilatorias de su defensa, de estar en prisión fue puesto en libertad, ya que era el máximo legal permitido. Entonces, con el dinero prestado por López Roberts, se escapó a Brasil donde ha vivido impunemente. Hoy ha prescrito ya su delito y si le quedase un gramo de dignidad podría explicar con pelos y señales toda la historia de ese repugnante crimen. Y es probable que lo haga, por supuesto a cambio de un buen precio.

El calvario de Juan y Miriam

El calvario mediático que padecieron Juan y Miriam de la Sierra y Urquijo no es descriptible, pues como lo que tenía morbo era implicarles a ellos, a Juan porque era amigo de niño de «Rafita», y a Miriam por haber tenido la desgracia de casarse con un loco y desalmado, se cebaron con sus vidas.

Además eran aristócratas. «Interviú» vendió más que nunca a costa de este crimen, hasta que un buen juez, Clemente Auger, luego presidente de la Audiencia Nacional y magistrado emérito, ahora, de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, decidió, con una sentencia ejemplar, condenar a la revista.

Pero el acoso no ha parado, e incluso en el otoño pasado la primera cadena -¡la que pagamos todos los españoles!- ofreció una miserable miniserie caricaturizando a las víctimas, los hijos de los marqueses, del doble crimen.

Escobedo se ahorcó en la cárcel y una de las últimas personas que le vio, el periodista Matías Antolín, no se ha cansado de repetir que en innumerables ocasiones le había confesado ser uno de los autores del crimen, aunque quizás no el autor material.

Ahora hace treinta años que se perpetró ese asesinato que conmovió a la sociedad, y todavía los hijos deben soportar el oprobio que a veces se lanza contra ellos por gentuza sin escrúpulos contra quienes es difícil luchar. A la justicia española le falta rapidez y contundencia. «Al fin y al cabo -he llegado a oír- eran unos marqueses y algo habrían hecho para morir así».

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