SAGARRA, VERBO Y CARNE

SERGI DORIA
HACE seis años saludaba la adquisición por la Biblioteca de Catalunya del manuscrito de las «Memòries» que Josep Maria de Sagarra publicó en 1954: 1.600 páginas de un alto exponente de la memorialística europea. Sagarra cometió un pecado que Cataluña no perdona: tuvo el don de la lengua; y lo que es peor, la facilidad de adaptarse a cada género literario. Poeta, traductor, articulista, dramaturgo, novelista y memorialista era tan capaz de levantar monumentos épicos como de cultivar la sátira erótico-festiva en «El Bé Negre». Cuando advirtió la anorexia de la narrativa urbana autóctona, nos regaló «Vida privada», una de las mejores novelas en catalán del siglo XX, junto a «La plaça del Diamant» e «Incerta glòria». Nadie como él engarzó la metáfora al periodismo; de su pluma nacieron traducciones de Dante y Shakespeare, pero también revistas musicales y un teatro comercial y melodramático que preservó la lengua catalana en la posguerra.
Dice un porverbio japonés, referido por Amélie Nothomb en «Estupor y temblores», que al clavo que sobresale hay que darle martillazo. Sagarra fue el «runner-up» de la literatura catalana; como poeta retomó la vena popular verdagueriana que el Noucentisme despreció. Era capaz de transmitir el salitre de Port de la Selva en sus «Cançons de rem i de vela» (1923) y de llevarnos de polizón en un hediondo barco cargado de copra en «La ruta blava»: desvelaba la cara oscura de la Polinesia donde además de sonrientes indígenas con guirnaldas en torno a los senos, ve alcoholismo, cucarachas y enfermedades venéreas. Pocos escritores como Sagarra son capaces de empapar al lector con sus descripciones.
Pues bien. La Campana de Isabel Martí y Josep M. Espinàs ha hecho resonar el verbo de «El comte Arnau» (1928), poema épico de casi diez mil versos en un libro y CD con el recitado del actor Lluís Soler. Sagarra no lo escribió con la celeridad pirotécnica de un «Aperititu». Dedicó seis años al mito que conjuga el verbo y la carne. El espectro de Arnau reaparece en la voz grave de un actor que sobrecoge: «No és veritat que jegui en sepultura,/ que jo l´he vist, que encara va pel món, / que és igual, ben igual de la figura,/ de les galtes i els ulls i el nas i el front». Como dice Josep M. Espinàs, el verso sagarriano debería escucharse en las escuelas. Verbo, carne y pedagogía. En un puñado de versos, un repertorio botánico que ilustrar a un ecologismo que ya no sabe cómo son los árboles: «La soca de l´alzina front de vella,/ i el faig verd d´aigua i enamoradís,/ i el roure, fulla seca i cassanella,/ i el pollancre estirat i socallís,/ i el vern, música fonda i copa viva,/ i el trèmol que no atura el termolor,/ i el beç, fulla de neu i tronc doliva,/ i el pi, grapada verda de verdor...» Apariciciones, crímenes y sexo. Versos que sonrojaron a la puritana burguesía catalanista: «Llavis i llengües, xiscle i abraçada,/ bots i deliris i cargolaments,/ esgarrifances de la pell suada...»
Sagarra era demasiado grande para un país pequeño. Y el don de la lengua, demasiado oneroso para una cultura de profesores agarrados al diccionario. «Poetes restrenyits», en palabras de Espinàs; escritores de «diumenge a la tarda» y antólogos sectarios vieron en Sagarra la osadía del espíritu creador. Y le aplicaron el martillazo japonés: «Clavo que sobresale...». Un Comte Arnau para escuchar, porque Sagarra escribía para que el pueblo recordara sus versos de viva voz. Porque le interesaba el «scripta manent», pero todavía más el «verba volant», el verbo que sobrevuela los siglos y vence al olvido.
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