Ignacio Martín Blanco - Tibuna Abierta

Libertad y seguridad

Por más que nos empeñemos en aparentar lo contrario, la frecuencia con que vienen sucediéndose últimamente los atentados del Daesh redunda inevitablemente en un aumento exponencial de nuestra sensación de inseguridad

Tras los atentados de Bruselas reaparece el viejo debate sobre el binomio, o la dudosa dicotomía, entre libertad y seguridad, que con frecuencia son presentadas por políticos y comentaristas como dos absolutos independientes y disociables entre sí y no como lo que en efecto son: dos variables que, aunque en constante conflicto, guardan una relación de dependencia mutua ineludible: preservar la libertad es la principal razón de ser de la seguridad, y sin seguridad no hay libertad.

Una de las muchas tertulias televisivas que vi en los días posteriores a los atentados derivó en una improvisada ronda en la que los seis tertulianos presentes en la mesa fueron revelando uno tras otro su preferencia entre libertad y seguridad, como si fuera posible la elección. Por supuesto todos eligieron la libertad, e incluso algunos se animaron a criticar preventivamente a cualquier Gobierno occidental que pueda caer en la tentación de responder a la galopante amenaza terrorista endureciendo las medidas de seguridad, por ejemplo incrementado el control de las agencias estatales de inteligencia sobre los flujos de información en Internet.

No diré que me sorprendiera la unanimidad en pro de la libertad, aunque reconozco que eché de menos que alguno de los comentaristas introdujera cierto matiz a favor del otro elemento del binomio, la impopular seguridad, precisamente porque el objetivo de reforzar la seguridad no es limitar nuestras libertades, sino restringir la libertad de actuación de los terroristas que amenazan nuestras vidas. Pero nuestro debate público está tan impregnado de buenismo rousseauniano que cualquier matiz en pro de una mayor seguridad es inmediatamente tachado de autoritario. La verdad es que nunca he entendido la actitud de quienes, por ejemplo, refunfuñan ante los exhaustivos controles de seguridad en los aeropuertos, como si detrás de ellos estuviera la alargada sombra del Gran Hermano que viola nuestra intimidad. Por desgracia, ese tipo de actitudes indómitas ante quienes tienen como objetivo velar por nuestra seguridad abundan en nuestro país.

Cansado de tanto idealismo fatuo, recupero un artículo de John Gray publicado en la revista New Statesman (Islamist terror, security and the Hobbesian question of order, 3 de diciembre de 2015) a raíz de los atentados de noviembre del año pasado en París. La tesis de Gray es que los ciudadanos de las democracias liberales occidentales estamos tan preocupados de protegernos de los excesos del Estado que a veces no nos damos cuenta de que en esta época de terror global la fragilidad de los estados constituye una amenaza mucho mayor para nuestra libertad. El caso de Bélgica, que Gray define como un Estado casi fallido, resulta trágicamente paradigmático.

Por más que nos empeñemos en aparentar lo contrario, la frecuencia con que vienen sucediéndose últimamente los atentados del Daesh redunda inevitablemente en un aumento exponencial de nuestra sensación de inseguridad. Es evidente que el peligro es real y no es de extrañar que, tras los atentados de París y Bruselas, se empiece a percibir entre los europeos un creciente temor a morir de forma violenta en situaciones tan cotidianas como ir a trabajar en metro o tomar algo en una terraza. Ni que decir tiene que la solución no pasa ni por que cada cual se tome la justicia por su mano, ni por tomar la parte por el todo asociando el islam a la violencia, sino precisamente por volver a poner en valor el Estado como garante de nuestra seguridad. Esa es, desde el punto de vista liberal, la función primigenia del Estado. De ahí que uno de los principales teóricos del Estado como institución creada por el hombre para tratar de asegurar su vida, su salud, su libertad y sus posesiones, Thomas Hobbes, estuviera convencido de que donde no hay Estado como provisor de seguridad tampoco hay «ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve».

Nuestras dificultades para aprehender la magnitud del fenómeno del terrorismo islamista nos llevan a menudo a afrontar la cuestión a partir de análisis causales demasiado lineales y especulativos. Lo fácil en una tertulia es decir que uno está a favor de la libertad y reaccionar con indignación ante leyes estatales que, por ejemplo, permiten la vigilancia masiva en Internet sin orden judicial. La crítica, por supuesto, tiene fundamento porque permitir que las agencias de seguridad puedan rastrear nuestros correos electrónicos supone una potencial merma de nuestra privacidad, que sin duda es una dimensión importante de nuestra libertad. Pero si esa vigilancia ha de permitir abortar atentados como los de Bruselas, bienvenida sea la posible merma de nuestra privacidad. En este sentido me ocurre lo mismo que a mi admirado Fernando Savater, que en su artículo Las torres gemelas, publicado el 27 de marzo en «El País», decía: «Me siento mucho más amenazado por ellos, los incontrolables y agresivos, que por las fuerzas de seguridad oficiales a las que pago con mis impuestos y puedo mejor o peor reglamentar con medidas legales aprobadas por nuestros representantes electos democráticamente».

IGNACIO MARTÍN BLANCO ES POLITÓLOGO Y PERIODISTA

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