Artes & Letras
El territorio de la fragilidad
LIBROS
Martín Nogales crea un microcosmos particular con sus propios conflictos, sus propias intrigas, en su novela coral 'La mujer que amaba a las abejas'
La niñez recobrada

Me suelen cautivar los libros que tienen más que ver con la sutileza, la sugerencia y la insinuación que aquellos que desbordan explicitud en cada descripción, en cada frase o en cada escena.
Quizás por esa razón me haya atraído tanto esta historia que parece pasar de puntillas sobre demasiados temas, pero que deja al descubierto al final una red que nos atrapa por completo y que da respuestas a casi todas las cuestiones inacabadas que el autor voluntariamente ha ido abocetando a lo largo de estas más de trescientas páginas que discurren con la volatilidad de un suspiro.
Con un grato aroma a literatura de calidad, sin concesiones a experimentos artificiosos ni estructuras imposibles, 'La mujer que amaba a las abejas' nos presenta una galería coral de personajes. Un amplio elenco actoral que, como en las obras de teatro que se precien, van ocupando su lugar gregario, siempre al servicio de la trama principal, para irse descolgando de la acción cuando su aportación deja de ser necesaria.
Compartimentada en tres partes, las dos primeras están referidas en tercera persona por un narrador omnisciente pero poco propenso a facilitar más información de la precisa, y a dejarnos con la miel en la punta de la lengua sin dejarnos asestar el bocado definitivo a la resolución de ese momento; y la tercera, tras dar un salto en el tiempo, surge con la voz de Luis, el pescador que recoge las redes, en los días de finales de 1978 en que los españoles votaron la actual Constitución que, últimamente, se antoja tan frágil como el meollo de la novela que nos ocupa.
Ambientada en Valdeálamos, un municipio ficticio, los dos primeros bloques discurren en los años de la Guerra Civil y el inicio de la postguerra, pero con un aire de distancia y lejanía, como si el pueblo fuera un parapeto que mantuviera a los personajes al amparo de la contienda, y los muertos, heridos y enfermos nunca afectasen demasiado a las conciencias de la mayoría de los personajes secundarios de la trama.
En manos del burgalés Martín Nogales, Valdeálamos es como un microcosmos particular, un mundo al margen, con sus propios conflictos, sus propias intrigas y, al mismo tiempo, las inquinas y las lacras que carcomían la convivencia de la España de entonces y posiblemente a la de ahora.
J. L. Martín Nogales
La mujer que amaba a las abejas

- Menoscuarto Ediciones 336 páginas 21,90 euros
De ese conflicto, de la precariedad de un mundo a merced de la picardía, la envidia y el estraperlo, en el que la miseria se reparte por igual (salvo en el caso de los terratenientes como don Rafael), surge un duelo de Capuletos y Montescos, encarnado por el propio Rafael y su antagonista Antonio, con fatídicas consecuencias que lastrarán o condicionarán el resto de la trama. Es esta primera, una parte cuajada de enfrentamientos, de rencillas personales, de resentimientos ideológicos y monetarios, de rumores perniciosos y de vidas clandestinas surge esa sensación de miedo, de ocultación de no saber de qué lado ha situado el destino a los personajes y de qué hubiera ocurrido de ser otra la ordenación vital o social.
Me seduce todavía más la segunda parte, la relación de Delia, la mujer que tiene colmenas y cuida de sus abejas, y de Luis, su hijito ingenuo y candoroso que se gana enseguida el cariño de los lectores por su desparpajo, por su naturalidad, por sus temores, por sus instintos lógicos de la edad, por su interés por descubrir un mundo adulto y al mismo tiempo su falta de picardía para analizar situaciones o su luminosidad a la hora de proclamar sentencias o verdades que sólo están al alcance de un niño y que muchos mayores no serían capaces de descubrir.
Y en ese sustrato, el manto maternal de Delia se abate protector sobre su pequeño, mientras el lector empieza a vislumbrar la resolución del secreto trascendental que lo aglutina y aclara todo, viendo los comportamientos de su padre, su distanciamiento de madre e hijo, la frialdad en el trato. Lo anticipa el pequeño Luis, cuando asegura que se siente más protegido por la fragilidad inminente de su madre que por el respaldo poderoso pero lejano de su progenitor.
Es en esos territorios de la fragilidad que son la infancia y la postguerra donde Delia empieza a hacer soñar a su hijo con la libertad, donde le invita a hacerse preguntas y a no ser un niño de reacciones mecánicas; y donde surgen ejemplos que algo tienen de parabólicos -cuclillos, imanes, derrumbes de cuevas- que aportan luminosidad a la trama.
Si acaso algo me sobra en la novela (pero esa puede ser una manía estética personal y discutible) es el exceso innecesario de puntos suspensivos en demasiadas frases. Pura minucia.
Lo fundamental es que al final la novela es maciza, nos revela un tiempo incierto y pasado que sembró la realidad de nuestro presente y nos invita a seguir adelante con la convicción, como remata el autor de que «la vida es un continuo comenzar de nuevo, a pesar de lo que ocurra».
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