buenos días, vietnam

Réquiem por una ferretería

Porque al morir una ferretería, último diccionario de una España que se acaba, la ciudad se vuelve nueva, como si hubiese que repoblarla

Días de tahúres

RAÚL DORADO

A la muerte de una ferretería no hay responsos funerales, ni una esquela en el periódico, ni ninguna otra pompa luctuosa. Se queda ahí, de cuerpo presente, pero con los estantes vacíos. No le compondrán más que un réquiem de miradas los que saben lo ... que se perdió; porque no se perdió más en Cuba. Tal vez sea este nuestro 98 y el cierre de la ferretería 'Juan Villanueva', que era la última de la Plaza Mayor y probablemente de todo Valladolid, suponga nuestro hundimiento del 'Maine'.

Porque al morir una ferretería, último diccionario de una España que se acaba, la ciudad se vuelve nueva, como si hubiese que repoblarla –carta puebla mediante– por orden de Alfonso VI. Como si nosotros fuésemos Pedro Ansúrez y hubiese que fundar esta mañana de domingo otra vez Valladolid. Cada vez que muere un negocio a la ciudad se le cierran los escaparates como a los muertos se les cierran los ojos. Y aquí no creemos ya en la resurrección, ni en la vida del mundo futuro… «Amén». Porque cada vez que cierra un comercio abre una sucursal de alguna multinacional, que es convertir Valladolid en Chicago. Se inaugura en su lugar un 'Burger King', o se abre un 'Taco Bell' o un 'Starbucks', que es una cafetería que hace negocio precisamente con la gente a la que no le gusta el café.

Y así la Plaza Mayor de cualquier ciudad de España se queda sin ferretería como antes se quedó sin cuchillerías, sin ultramarinos, botonerías, mercerías, colmados, cesterías, zapateros, confiterías y enumere usted todos los negocios a los que iba con su abuela. Y el problema no lo tiene la ciudad, si no nosotros, aunque ya no vivamos allí, porque con cada cierre de estos comercios, muere un diccionario entero, un idioma heredado y universal. Ahora los críos dicen «mood, sippear, crush, random o beef…» porque nunca pisaron una ferretería. Antes aprendían a decir «perdigones, morteros, coladores, paellas, mostradores, tachuelas, gomas de tirachinas, pomos de puertas y cajones, candados, cerraduras, alambres, cencerros, jaulas para el brasero, pesos, balanzas, plomadas o escobas de palo. Retenes para pescar cangrejos, pantone de la pintura con la que pintaron su casa nuestros abuelos, disolventes, botijos, juego de la rana, piedra para afilar», porque se lo escucharon a sus padres y a sus abuelos. También se vendía en las ferreterías tinte para el pelo de caballero cuando en España no necesitábamos a la Comisión de Venecia para que dilucidase lo que estaba bien de lo que estaba mal.

Se iba al ferretero a buscar la pieza más extraña con la certeza de que era el único lugar probable para que la empresa tuviera éxito. Y allí llegaba uno con su imposible –tornillo del número cinco, ruedecilla de la mampara de la ducha– y el ferretero no decía ni que sí ni que no. Sencillamente se sumergía en los confines de la trascienda que yo imaginaba inmensa y amplia como el Area 51 hasta que anunciaba el éxito de un mundo en el que todavía salía a cuenta arreglar los desperfectos.

Hoy somos tan perfectos que, por no necesitar, no necesitamos ni ferreterías.

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