Un cura de pueblo por esas carreteras de Dios
Mil kilómetros recorre cada semana Carlos Saldaña, un sacerdote que se ocupa de 66 localidades de la provincia de Burgos. ABC comparte con él un domingo de coche, misa y asistencia pastoral por municipios de la España despoblada
El pueblo de Burgos con arquitectura medieval que es considerado la 'cuna de Castilla': dónde está y cómo llegar
Celebración de la misa dominical, oficiada por el sacerdote Carlos Saldaña, en la ermita de Quintana del Pino (Burgos)
A las diez de la mañana, Carlos Saldaña pone rumbo, desde la capital burgalesa, a Quintana del Pino, un pueblo que no llega a los diez habitantes censados, situado en la carretera N-627, que comunica con Aguilar de Campoo. Es una ... de las 66 localidades que están bajo su tutela espiritual –Burgos cuenta con 1.004 parroquias y 223 sacerdotes diocesanos con oficio pastoral–, una labor que comparte con Maxi, un sacerdote de 74 años, y Agustín, un fraile francés de la orden Verbum Spei que acaba de llegar a la provincia y «nos echa una mano». Entre los tres, intentan asistir a los vecinos de la unidad pastoral de Sedano, a la que recientemente se han incorporado las de Las Mercedes y La Vega.
Lleva una mochila en la que guarda todo lo necesario para poder oficiar la primera de las tres misas de una mañana de domingo que le llevará a recorrer 120 kilómetros. El alba, la estola, un pequeño ritual de sacramentos e, incluso, un vasito de latón y una cajita donde guarda cuidadosamente las formas. Es el kit de resistencia de un cura de pueblo que recorre cada semana unos mil kilómetros, como testifica el turismo en el que viaja, que se acerca a los 260.000 con sólo cuatro años. Por el camino, aprovecha para hablar con el hermano Agustín, que se dirige, por la carretera de Villarcayo, a otra pequeña localidad, Los Altos. Le recuerda que tiene que comprar tres periódicos, dos locales y uno deportivo, para una vecina y para el bar. También le avisa de que debe organizar con los fieles una celebración penitencial.
La carretera se abre camino hacia el norte. Es ancha pero a diario tiene mucho tráfico. La mañana no está muy clara y, por si fuera poco, aparece una densa niebla que complica la circulación hasta el primero de los destinos. «El templo está en lo alto, junto a la carretera», explica el sacerdote sin demasiada seguridad porque es la primera vez que acude a este pueblo incluido en la nueva zona asignada.
De las tres misas dominicales, dos son fijas, pero la tercera –la de las once– se hace cada día en una localidad distinta. Esta vez tocaba Quintana del Pino, donde una de sus vecinas se ha encargado de correr la voz de que va a abrir la iglesia de San Sebastián, un pequeño templo que conserva elementos románicos. No son las once, así que aún está cerrada, muy cerrada, aunque ya se ve a los vecinos, algunos de los pueblos próximos, como La Nuez, ascender por la pendiente que lleva al templo. Son ellos los que abren e introducen una gran cruz que colocan encima del altar que se apoya sobre el ábside. Rápidamente, otra feligresa coloca una pequeña mesa con el ajuar imprescindible para que el párroco pueda celebrar frente a los fieles. No hay luz y, por lo tanto, tampoco calefacción, pero la mañana ha dejado paso al sol de diciembre que se cuela por la puerta y por un pequeño ventanuco al que se arrima la encargada de leer las lecturas. Antes, Carlos se viste mientras alguien pregunta casi con miedo: «¿Hay vino?». «Sí, lo hay», contesta el párroco, y comienza la celebración con una veintena de personas.
Diez minutos de homilía, «para que no digáis que soy pesado», sin papeles, que le sirven para reflexionar sobre el Evangelio del día. En la Comunión, el oficiante pregunta por «una canción que sepáis todos». «El vaso nuevo», responde un feligrés, un clásico al que se entregan todos con ganas. Antes de la bendición final, Carlos les avisa: «Que sepáis que tenéis cura», y un vecino recoge rápido la oferta para recordarle que, en enero, es San Sebastián, el patrón del pueblo, y que allí le esperan, con algún calefactor –Dios mediante–, que temple un poquito la iglesia. Cuando Carlos finaliza, los fieles aprovechan para intercambiar impresiones sobre el nuevo párroco: «Es muy cercano y llano», dice Visitación, encantada con que, al menos por un domingo, no haya tenido que desplazarse a otro pueblo y, sobre todo, porque, ya por el hecho de abrir la iglesia, es un día grande. Tal es así, que otra feligresa, Merche, ha llegado desde Burgos.
En un templo equidistante
Mientras los vecinos recogen y cierran el templo, al tiempo que aprovechan para conversar y ponerse al día, Carlos se sube de nuevo al coche para volver a la carretera rumbo a Pedrosa de Valdelucio aunque, realmente, el destino es la ermita de la Virgen de la Vega. El navegador marca seis minutos así que será imposible estar a las doce, la hora fijada para la siguiente celebración, pero no le preocupa porque quienes le esperan saben que minuto arriba, minuto abajo, llegará a una cita que, ademas, tiene sus peculiaridades. Se trata de la primera experiencia puesta en marcha en la provincia para que los pequeños municipios se organicen en torno a un templo equidistante unos de otros. El templo cumplía estas características, de modo que el que fuera párroco de Basconcillos, José Valdavida, vio que, «si somos pocos, nos juntamos más» y puso en marcha la «comunidad de comunidades» como experiencia pastoral. «Vivimos de la herencia de los curas anteriores, recogemos sus frutos», explica Carlos Saldaña, que señala con orgullo cómo todos los domingos oficia en un templo al que se desplazan vecinos de los pueblos cercanos. «Hacemos una labor tremenda si somos capaces de no cerrar la puerta de las iglesias», asegura. Llega diez minutos tarde y una treintena de personas ya espera dentro de la ermita, amplia, luminosa y bien conservada. Esta vez se viste en la sacristía mientras una mujer hace las veces de sacristana y se asegura de que al oficiante no le falta nada. «¿Qué tal estáis?», pregunta el sacerdote antes de cambiar a un tono más solemne para empezar su segunda misa. Otros diez minutos de homilía, también improvisada pero con los mismos mensajes. En esta ocasión, sí hay coro y nada se deja al albur. Cuando acaba, Carlos da los oportunos avisos, como la celebración penitencial, que llega la Navidad.
Concluida la eucaristía, las conversaciones fluyen a la puerta de la ermita. Aceptan que se tengan que desplazar todos los domingos, pero ya es algo que se ha convertido en rutina y que comprenden porque «no puede haber misa en todos los sitios», dice Eugenia, que llega desde Basconcillos y que se muestra encantada porque, además, es la ocasión perfecta para encontrarse con sus amigas. Otros han llegado de Arcellares, como Ascensión, que, a sus 90 años, no tiene reparo alguno en acudir a pie hasta la ermita.
Saldaña vuelve al coche. En esta ocasión sí será posible llegar a la siguiente cita: a las 13.30 horas en Montorio, ya de vuelta hacia Burgos. Durante el viaje, asegura que «siempre» ha querido ser «cura de pueblo». De hecho, desde que se ordenó en 2007 y después de su iniciación en Aranda de Duero, recaló en Quincoces de Yuso, donde atendía 24 pueblos, y después en Sedano. Insiste en que, en su labor, «lo importante es que la gente se sienta atendida» y reconoce que ahora «los móviles ayudan mucho porque todos los pueblos tienen grupos de WhatsApp», así que la coordinación y organización de cualquier actividad es más fácil, a pesar de las distancias. Cuenta cómo los sacramentos también han evolucionado y, aunque son muchos los funerales (es rara la semana que no oficia uno), empieza a ser habitual que se haga con las cenizas del difunto para cumplir su último deseo de descansar en la tierra que le vio nacer. Este año bautizó a un niño en Báscones de Zamanzas y hay tres chavales a los que una madre de La Piedra prepara para la Comunión. Bodas, ni una en lo que va de año. Además, completa su pastoral rural con la actividad de capellán en un colegio, la docencia en otro y la misa diaria en una parroquia, todo en la capital burgalesa.
Entre confesión y confesión (no en sentido litúrgico), entramos en Montorio, el último destino. «De aquí era el abad de Silos, Clemente Serna, y aquí vive el roquero Rosendo», relata el cura, mientras callejea por un municipio que sólo tiene 150 habitantes y que le recibe con música sacra que emite la iglesia, algo así como el hilo musical que completa el toque de campanas que llaman a misa. El templo cuenta con un precioso pórtico reconstruido en 1565 en el que varios paisanos esperan pacientes a que llegue el párroco. En el interior, medio centenar de feligreses que, al igual que en los municipios anteriores, aprovecha al finalizar la celebración para conversar antes de dirigirse al bar del pueblo, que ya es 'hora del vermú'. También el cura se suma a la tradición del domingo porque allí es donde mejor se conoce a los feligreses en animadas conversaciones. Después, pone rumbo a Burgos. Cuando divisa las majestuosas agujas de la Catedral, el reloj marca las tres de la tarde.