Desde la Raya
Cien mil
Cien mil con el asiento del copiloto ocupado por los amigos que me acompañan por la vida o por el aire en el que siempre dibujo un ángel de la guarda que me protege en carretera
Feminismo del bueno
Aún quedan días de verano

Mis septiembres discurren entre el Duero y el Tormes, de Zamora a Salamanca y de Salamanca a Zamora, cuando la Plaza de toros de La Glorieta abre sus puertas para la feria de la Virgen de la Vega. Kilómetros de ida y vuelta que podría ... recorrer con los ojos cerrados, que alegran mi alma cuando diviso el Helmántico o cuando, de retorno, la torre de la Catedral de Zamora despunta iluminada en la noche como un faro en tierra adentro.
Esta semana, mientras Salamanca se perdía en el retrovisor, el contador de mi coche superaba los 100.000 kilómetros. Los primeros cien mil kilómetros sin ti; los primeros cien mil kilómetros, unas veces conmigo, otras 'sinmigo', como un alma errante, vieja, que ha recorrido ya dos veces y pico la Tierra canturreando la música de su Spoty, unas veces por Haendel, otras por Manzanita.
Cien mil con el asiento del copiloto ocupado por los amigos que me acompañan por la vida o por el aire en el que siempre dibujo un ángel de la guarda que me protege en carretera. A veces toco el asiento y es como si acariciase tu mano, las manos de todos los que me guardáis las espaldas desde lo invisible.
Cien mil kilómetros que conducen a aquel viaje a Portugal al volante, con las piernas rígidas y el orgullo primerizo del «he podido»; la ida y vuelta diaria cuando Toro se vistió de gala para Las Edades del Hombre; los inviernos y veranos de Sanabria, junto al agua, Espejo de Soledades donde se mira mi alma. Las escapadas dominicales al monte de Grox, donde florecen las jaras y los nenúfares, donde el otoño preña de bellotas las encinas. Los reportajes en el invierno del Campo Charro, los regatos helados, días de tentadero.
Kilómetros que son el éxodo a mi silencio cuando el mundo me duele, me sobra, escapándome incluso de mí misma; atravesar una Valladolid desierta en los días de pandemia cuando iba a la tele, esa ida y vuelta por una autovía solitaria que más bien parecía un paisaje lunar; ese toque de silencio, ese miedo que nos robó el mes de abril, la primavera y la sonrisa.
Los primeros cien mil buscando estrellas fugaces al otro lado de mi luna panorámica; esa luna que me permite asomarme al mundo como si cupiera todo entero frente a mí. El mundo, este mundo suficientemente grande como para que quepamos todos; este mundo que se supone que construyen los grandes hombres, aunque me hagan sentir que los hombres, la humanidad, somos una mierda mientras mueran niños e inocentes en las guerras, mientras no seamos capaces de equilibrar la buena o mala suerte de nacer en un mundo de primera o de tercera división, que nunca serán lo mismo.
Cien mil kilómetros de memoria, de voces que ya no suenan en el Bluetooth, que ya no llaman, que ya no están.
Los primeros cien mil.
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