El vértigo y la caída

El creciente número de suicidios y el aumento exponencial en el uso de psicofármacos habla con elocuencia del delirante estilo de vida

El derecho a discrepar

Goya, «Estragos de la guerra». Desastres de la guerra (30)

Luis Peñalver Alhambra

Toledo

Todos hemos soñado que nos caemos, por ejemplo, desde lo alto de un edificio. Para quien se está precipitando al vacío no existe la fachada del edificio de enfrente ni las escenas que se desarrollan detrás de las ventanas de los pisos que va dejando atrás en su caída libre. Esta pesadilla universal podría aplicarse a toda una época, la nuestra, con la diferencia de que nosotros sí vemos lo que está sucediendo tras las grandes superficies acristaladas de nuestro tiempo. ¿Y qué vemos los habitantes de este minúsculo planeta «que da vueltas a una estrella poco importante de poca monta en el quinto pino irrelevante del universo»? Qué vemos, o qué no vemos, pues la miopía de estas enloquecidas «hormigas narcisistas» (así define Salman Rushdie a los ejemplares de la especie humana que viven como si su minúsculo hormiguero fuese el centro de todo) es tan notoria que está fuera de discusión.

Vivimos, aunque no nos atrevamos a admitirlo, con un sentimiento de vértigo y de inminente caída en la boca del estómago. Ni los ansiolíticos ni los antidepresivos pueden hacernos olvidar la ausencia de suelo firme. Comenzamos a perder el pie en este mundo sin referentes en el que las fake news, pero también ese relativismo idiota que hace equiparables todas las opiniones o todos los «relatos», han convertido el concepto de verdad en una antigualla. Y no hablemos de los estropicios semánticos que se hacen ahora con las palabras (las palabras de género son sólo un ejemplo de ello). Por otra parte, ¿cómo no sentir vértigos, opresiones en la cabeza, mareos, convulsiones y dificultades para movernos y respirar, cuando nos hemos habituado a transitar por las autopistas de la información hasta convertir la ancha tierra que gira y que antes sostenía nuestra andadura en una pantalla? Se diría que hasta las cosas mismas han perdido su consistencia y están a punto de hacerse intangibles. A este paso, las hormigas bípedas conseguirán gracias a internet aquello con lo que la evolución ha dotado a las hormigas comunes: una mente colectiva. Pero aunque los algoritmos y la telerrealidad amenacen con hacernos cada vez más ingrávidos y fantasmales, la falta de suelo nos sigue angustiando (después de todo, por muy narcisistas que seamos necesitamos vivir apegados a un hormiguero).

Hubo un tiempo en el que el pasado, la tradición, nos permitía un cierto anclaje en el mundo. Pero hoy la historia ya no nos enseña nada, pues se ha generalizado la impresión de que el pasado ya no existe o de que se han contraído hasta convertirse en un sólo punto, el de la actualidad. Y el futuro tampoco es lo que era. El color que la posmodernidad tiene para el porvenir es el del luto: hoy se habla de la muerte de Dios, de la muerte de Marx, de la muerte del Mediterráneo, e incluso algún filósofo clarividente ha certificado la muerte de la historia. El cambio climático y la todavía incipiente inteligencia artificial no ayudan mucho a confiar en el mañana. De modo que sólo existe una salida: huir hacia delante, no hacia el futuro incierto, sino hacia los últimos rincones de esta superficie plana en la que hemos convertido el presente, un presente sin presencia ni profundidad. Hemos pasado de estar condenados a ser libres (la libertad como una fuerza en el mundo que servía para construir el porvenir), a estar condenados a ser superficiales. Lo dice Peter Sloterdijk con su perspicacia acostumbrada: ahora no tenemos más remedio que ser frívolos, y donde antes se hablaba de la nietzscheana voluntad de poder, ahora se habla de «voluntad de diversión». Hemos llegado a ser más estéticos que nunca, es decir, más adictos a las sensaciones y a los entretenimientos varios. Pero ello no nos libra del vértigo, claro que no: «nos falta el suelo firme porque tenemos que elegir entre cuarenta tipos diferentes de salsa». Aún recuerdo una película que planteaba una situación semejante, En tierra hostil (2008). En Irak, un artificiero norteamericano se juega la vida todos los días, porque ésta depende de saber elegir el cable correcto de un explosivo que tiene que desactivar. (Como curiosidad reveladora de hasta dónde puede llegar la infamia de las hormigas bípedas narcisistas, estos explosivos se colocaban a veces dentro del cuerpo de los heridos.) Cuando se licencia y se ve de paisano ante los expositores de un hipermercado, donde la gran decisión consiste en elegir entre treinta marcas diferentes de cereales, el especialista acaba reenganchándose para volver a Bagdad.

Goya, Pesadilla (D 19). Musée des Beaux-Arts, Marsella

Como consumidores compulsivos sabemos que «el mundo es un menú» y no tenemos más remedio que llenarnos el plato mientras devoramos el planeta y, de paso, nos devoramos a nosotros mismos. No es extraña la proliferación de programas tipo Master Chef en todas las televisiones del mundo (en una época de comida precocinada en la que, por cierto, cada vez se cocina menos). Cada uno de nosotros aspira a su propio «diseño opcional y frívolo» a partir de «decisiones basadas en actitudes cercanas a la indiferencia», es decir, a partir de caprichos y preferencias menudas, lo que llamaría Sloterdijk una cosmetización de la existencia. Despende de la franja de edad y del poder adquisitivo, naturalmente, pero las grandes preguntas de la vida son del tipo: dónde me pongo el piercing o me hago el tatuaje, a qué festival voy, cuál es la mascota ideal, qué marca o modelo de móvil o de coche me compro, me voy con Marcos o con Raúl, dónde me hago el relleno facial, sigo esta serie o aquella otra de Neftlix, pasamos unos días en Roma o en Berlín, etcétera, etcétera. Las razones son tan superficiales y débiles como las relaciones humanas: de usar y tirar.

No es necesario que bombardeen tu casa en Járkov o en Rafah (otra de las características específicas de las hormigas bípedas es su afán por masacrarse unas a otras, y la indiferencia que sienten ante el sufrimiento ajeno). Por muy analgesizadas que estén las sociedades opulentas de Occidente, por mucho que se encuentren distraídas en esa inconsciente normalidad asociada generalmente a un mediano bienestar, no son inmunes al vértigo que les produce esta falta de solidez en las cosas, esta pérdida de firmeza del suelo. El creciente número de suicidios y el aumento exponencial en el uso de psicofármacos habla con elocuencia del delirante estilo de vida. No, no nos satisface lo que tenemos en el plato, ¡pero queremos otra ración!

SOBRE EL AUTOR
Luis Peñalver alhambra

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid

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