El derecho a discrepar
Malos tiempos son éstos para pensar por uno mismo (y para soñar), pues en esta época de la inmediatez todo se cuantifica
¿Puede la política divorciarse de la ética?
![La muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/espana/2024/03/20/penalver1-RhNzpT6n6FfPdfO2PBohm3J-1200x840@diario_abc.jpg)
Me gustaría empezar este artículo con una palabra que se asemeja mucho ya a esas monedas que se han devaluado porque se han gastado por su uso, o porque el cuño con el que se grabaron está tan deformado y pervertido que ya no significa nada. Me refiero a la palabra «libertad». Pero no vamos a hablar de la libertad con mayúscula, como un gran tema metafísico, sino de la libertad de pensar, de argumentar, de discrepar. De acostarse con el disenso, no con el consenso del llamado pensamiento «único». Sapere aude, atrévete a saber, era el grito de los ilustrados, porque sabían que el conocimiento te hace libre, o al menos consciente de tus cadenas.
Cuando hablo del conocimiento me refiero no al conocimiento de LA VERDAD, que nadie sabe dónde está, sino a un saber crítico, reflexivo, fundado (fundado porque uno es capaz de dar las razones de por qué piensa lo que piensa), que se opone al saber acrítico e irreflexivo de las ideologías, los prejuicios y los estereotipos. La filosofía, o el conocimiento en general, siempre se ha definido como crítica de las ideologías, entendidas éstas en el sentido marxista, como el conjunto de ideas y creencias (míticas, políticas, pseudocientíficas), elaboradas por ideólogos activos de la clase dominante, que tienden a legitimar una situación establecida. Pero hoy la ideología se ha «empoderado» (palabra de moda) incluso de la universidad, es decir, de esa institución consagrada al saber que estaba llamada a ser un santuario de la libertad de pensamiento. Me estaba acordando de ciertos profesores que se han acomodado en algunas universidades públicas y que pasan por ser los ideólogos de cierto progresismo mal entendido ('antiprogresismo' más bien, por excluyente, porque se cierran a todo lo que quede fuera de su dogmático perímetro ideológico). Buscar entre esos docentes ‒y pongo un ejemplo conocido de lo que le ha sucedido a una persona cercana‒ a alguien que te dirija una tesis doctoral sobre tauromaquia y filosofía, es trabajo inútil.
Son los nuevos dogmas de esta novedosa forma de dictadura que es el pensamiento políticamente correcto. Introdúzcase en este cóctel el animalismo y el feminismo (o cierta clase de feminismo) a partes iguales; añádase después una buena dosis de sentimentalismo de raíces rousseaunianas, con unas gotas de victimismo, agítese bien esta mezcla, y tendremos la ideología de nuestro tiempo lista para su uso. Como escribe el catedrático de literatura y buen amigo Javier García Gibert en su magnífico ensayo A la luz del toreo, el animalismo no deja de ser un síntoma del «furor igualitario y antidiscriminatorio de nuestra época». No defiendo un sentido fuerte de la verdad, con artículo determinado, pero pienso que hay algunas verdades que son más verdaderas que otras: es más verdadero lo que dice un congreso de oncólogos acerca de las causas genéticas del cáncer de colon, que lo que opina mi abuela, que lo achaca al mal de ojo. En el cambalache actual se ha acabado imponiendo cierto relativismo idiota que hace equiparables todas las opiniones, todos los «relatos» (otra palabra de moda), da igual se trate de la opinión de un experto que la de un necio, la de un astrónomo que la de un «conspiranoico» que se cree más listo que nadie porque sólo él sabe que la Tierra es plana. En esta mezcolanza ideológica las diferencias tienden a disolverse y a relativizarse: hombres y mujeres, humanos y animales, víctimas y verdugos, héroes y villanos, lo importante y lo superfluo, lo justo y lo injusto. Parafraseo con estas palabras a García Gibert, para quien es perfectamente respetable que uno ame más a su perro que a las personas, pero de ahí a creer que el valor de un perro sea el mismo que el de un ser humano parece, cuanto menos, poco razonable. Esta sociedad, al mismo tiempo que arrincona a sus viejos o los esconde en residencias, se desvive por sus mascotas, esas criaturas amables (y castradas casi siempre) que cubren las carencias afectivas de mucha gente, pero cuya domesticación supone para algunos una degradación del animal en su condición zoomórfica. La consecuencia de tratar a los animales como seres humanos puede llevar (y de hecho ha llevado: recuérdese el afecto que sentía Hitler por los animales y las leyes del bienestar animal que promovió, las más avanzadas de su época), a tratar a los seres humanos como animales. ¿No llegó a afirmar el propio Peter Singer, uno de los gurús del animalismo, que sería preferible experimentar con ancianos o con discapacitados antes que con animales?
Pensar es argumentar. Y no se argumenta con las emociones, siempre tan subjetivas, sino con la razón. Ésta es la única que puede aportar criterios analíticos. No es posible razonar con los sentimientos, pues a menudo éstos nos llevan a absurdos y contradicciones. Contradicciones como la de algunas feministas laicas que se declaran islamófilas, o la de aquellos que se dicen antirracistas y al mismo tiempo antisemitas; o se postulan como partidarias de la igualdad de género pero a la vez defienden la cuota femenina; o se llaman constitucionalistas y simultáneamente defienden el requisito lingüístico para opositar en ciertas comunidades. Contradicciones éstas que resultan de dejarlo todo en manos de la sensibilidad y del subjetivismo. Me merece todos mis respetos que a alguien le pueda parecer cruel ver morir a un toro bravo en la plaza, o que a otro le pueda herir su sensibilidad encontrarse en la calle con dos hombres o dos mujeres besándose en la boca, pero eso no le faculta ni a uno ni a otro para prohibir los toros o proscribir la homosexualidad. Hay quienes se quejan, con García Gibert (de quien he tomado estos ejemplos), de esos «salvadores que quieren salvarnos de nosotros mismos y que anhelan prohibir infinidad de cosas por nuestro bien: el tabaco, los casinos, la prostitución, los toros».
![Heráclito. Detalle de la Academia de Platón de Rafael](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/espana/2024/03/20/penalver2-U01643057580IBh-760x427@diario_abc.jpg)
Déjenme, por favor, déjenme pensar por mí mismo y que sea yo quien gestione mi conciencia, pues soy mayor de edad. Un mayor de edad que siempre ha hecho suya la máxima socrática del «conócete a ti mismo». Porque esta aventura del pensamiento (no creo que pueda haber otra más excitante para un ser humano) creo que debería comenzar con esa ardua tarea de autoconocimiento. Ahora bien, esta tarea hoy parece imposible sin los libros de autoayuda. Los dioses se apiaden de nosotros, pero cada vez hay más gente que no puede dar un paso en la vida sin la tutela de estos santos gurús de la psicología barata. En las páginas de estos manuales, o en las redes sociales bajo la apariencia telemática de un «influencer» o un «youtuber» (que no han pensado jamás los presupuestos de lo que tan alegremente recomiendan), el ser humano perdido en la vida encuentra un recetario para ser «él mismo» y, sobre todo, para «ser feliz». Penúltima vuelta de tuerca del conocimiento entendido como herramienta. Te enseñan a no amar demasiado, o a no pensar demasiado; a conseguir todo lo que deseas (como bajarte la luna) tan sólo queriéndolo con muchas ganas; o a no sentirte solo porque el Universo te apoya. Te enseñan a reforzar tu autoestima y a ser asertivo, no importa que un exceso de asertividad pueda dañar al prójimo. Hay incluso libros de autoayuda, escritos por jóvenes y prometedores filósofos, que te ayudan a desengancharte de los libros de autoayuda.
En fin; malos tiempos son éstos para pensar por uno mismo (y para soñar), pues en esta época de la inmediatez todo se cuantifica, desde los créditos de las asignaturas universitarias a los programas televisivos que deben dilucidar quién es el español más importante de la historia a partir del número de votos emitidos por WhatsApp (alguno de estos votantes se habrá retirado decepcionado porque Nadal no ha llegado a la final). A propósito, para un amigo mío el español más importante de la historia es el carnicero de su pueblo, que hace unas morcillas de matanza «que te mueres».
Sí; malos tiempos para pensar y para discrepar, pues todo lo que se dice está sometido al tribunal de las redes sociales y a las leyes del mercado (hoy se mercantiliza incluso la desgracia: piensen en la rentabilidad del dolor de tantos miles de seres humanos en guerras como la de Ucrania y Gaza si se traduce en índices de audiencia y en los beneficios que genera para el lucrativo negocio de la venta de armas). Pero merece la pena seguir intentándolo, antes de que lo hagan por nosotros los estúpidos algoritmos, cuando los seres humanos, por cansancio o por hastío, decidan no decidir ni pensar por sí mismos.
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